Le gustaban sobre todo los cuentos de hadas, historias como la de Juan y las judías mágicas o Aladín y la lámpara maravillosa. Parecía como si oyera a las hadas cuando el viento agitaba las hojas sobre su cabeza. Un día, Walter acababa de cerrar su libro y pensaba en volver a casa cuando vio justo a sus pies a un gran conejo gris saltando sobre un tronco y corriendo hacia un gran árbol no muy lejano. Walter pegó un salto y corrió tras el conejo, pero era demasiado rápido para él, entonces se arrastró por un agujero del pie del árbol.
—Me pregunto cuántos conejos vivirán aquí —pensó Walter—. Creo que iré a comprobarlo. Así que sin parar de investigar, aunque el señor o la señora Rabbit no quisiera visita, se arrastró por el agujero con la cabeza por delante. Al principio, estaba tan oscuro que no podía ver nada, pero inmediatamente vio un gran canal con una luz brillando al final. Entonces, supo que debía llevarle a la casa del conejo. El canal era ahora más estrecho y Walter tenía muchos problemas.
—Tengo miedo, se me romperá la ropa —dijo— y ¿qué dirá mi madre? Sin embargo, era imposible volver atrás, así que continuó. De repente, Walter se encontró con una amplia habitación perfectamente iluminada por la luz del sol que entra por un pequeño agujero.
Era una habitación hermosa, muy diferente a todo lo que Walter había visto antes. Las paredes estaban hechas de corteza de abedul y musgo, los muebles de piedras grandes y pequeñas y las sillas eran setas. El suelo estaba cubierto de hojas secas en lugar de moqueta. No había fotos en las paredes, solo preciosas flores y las ventanas estaban llenas de panales de abejas en lugar de cristales. ¿Y qué crees?
—Además, incluso si lo hubiese conseguido, no podría hacernos daño. Estamos en casa y somos más fuertes que él. Los conejos pequeños parecían menos asustados y volvieron con sus juguetes que eran unas bellotas y castañas. —¿Has tenido un buen día? —preguntó mama coneja. —Oh sí, bastante bueno —respondió su marido—. Primero me persiguió un perro dándome un pequeño susto, luego, un hombre con una pistola me disparó, pero solo me reí de él y salí corriendo. —¿Y nos has traído algo? —preguntó Buzzy. —Por supuesto, —respondió papá conejo— dos nueces para cada uno —dijo sacando las nueces de su bolsillo. —¡Hurra!¡Hurra! —gritaron los pequeños, siendo ahorrativos y llevando las nueces a un lugar seguro en la parte trasera de la habitación
—Y he encontrado algo más, —dijo papá conejo— una de esas piedras amarillas que os gustan tanto. He oído a alguien decir que los hombres trabajan muy duro para conseguirlas, así que deben ser valiosas. Mamá coneja cogió la brillante piedra y dijo: —¡Brilla como el sol! Lo pondré en el armario con las otras. —Es oro de verdad —pensó Walter asombrado—. Me pregunto dónde lo habrá encontrado El señor Rabbit abrió un pequeño armario metido en la pared y guardó la pepita. Walter pudo ver un gran montón de piedras amarillas en el armario. —¡Vaya! —pensó— ¡cuánta riqueza! Debe haber suficiente para comprar toda una fila de bonitas casas y un sinfín de diamantes. Ojalá fuera mía, sería el chico más rico del pueblo. Walter aprendió pronto que la riqueza no es lo más importante en la vida. De hecho, a menudo es más una maldición que una bendición. —Oh, cuánto deseo poder salir fuera contigo, papá —dijo Streaky. —Aún no, hijo mío —respondió el viejo conejo—. Sería demasiado peligroso, espera a que seas más mayor.
Ahora vamos a comer —dijo papá—. Tengo hambre. Buzzy, Fuzzy y Streaky corrieron a sus pequeñas sillas de setas. La familia se sentó alrededor de una mesa de piedra en el centro de la habitación. A Walter le parecía una agradable comida. Había nueces de todas las clases, lechugas frescas y zanahorias, y, de postre, ricas manzanas. A Walter le hubiera gustado unirse y ayudarles a comer, ya que estaba hambriento. Pero, por supuesto, no podía hacerlo sin estar invitado.
Así que mientras la madre ordenaba las tazas de té, el padre jugaba con ellos. Primero, jugaron un juego, llamado algo así como “AroalrededordeRosie”. Papá tenía que meterse dentro del aro y los hijos bailaban a su alrededor cantando: “Un aro alrededor de un gran árbol, Quizás sea una higuera, Todos los conejos se comen un higo, Eso les hará grandes y fuertes.” Cantaban muy bien, con una voz clara y bonita. Entonces, papá conejo se inclinó para saltar y los pequeños saltaban sobre su lomo sin caerse.
—Venga, Buzzy, recita primero —dijo papá conejo. —Sí —dijo Buzzy—. Me sé un bonito poema que he aprendido hoy del pequeño Sammy Squirrel, en el roble del sendero. —Me pregunto cómo estará el señor Squirrel —dijo mamá coneja—. Ya sabes que se le quedó atrapado el pie en una trampa que le habían puesto unos chicos horribles. —Está bien —respondió Buzzy—. Ya puede volver a escalar árboles. —Uno no puede ser demasiado cuidadoso —dijo mamá coneja. —Bien, continuemos con tu poema —dijo papá conejo. Buzzy se levantó de la mesa y comenzó con voz fuerte y clara, tal y como Walter solía hablar en el colegio. “Esperarías poco de alguien de mi edad Para mostrar en público en una jaula. Siempre haré lo que debo, Y espero que nunca me capturen.” —¡Bravo! —gritaron los demás—. Ha sido precioso. —Sí —dijo Buzzy—. Es un poema muy bonito, ideal para los conejos pequeños. —Streaky, es tu turno —dijo su madre.
Streaky hizo una bonita reverencia y comenzó con voz chillona: “La ardilla se quedó en el castaño, Aunque todos menos él habían huido; Miró a su alrededor y vio con regocijo Las nueces sobre su cabeza, Su padre llamó, su padré llamó—” En ese momento, Streaky se vino abajo y empezó a llorar, mientras los otros solo se reían de él y le llamaban llorón, por lo que se tapó la cara en el regazo de su madre. Ella le acarició y le dio una manzana Luego, Fuzzy comenzó su pequeña poesía.
“Hey tilín-tilín,
La liebre y el fideuín,
La ardilla y la tinaja de agua,
Cuando la lechuga se quemó,
Y el conejito con la nuez se alejó.”
Cuando terminó, le aplaudieron mucho.
—Me recuerda a los poemas que solía recitar —pensó Walter— solo que ellos son algo diferentes. Me pregunto dónde habrán aprendido.
—Quizás los conejos tengan un colegio donde aprenden. Yo sé que los peces van a la escuela. El otro día leí algo sobre una escuela de caballas. ¿Quién iba a imaginar que los conejos tenían tanto sentido común? Entonces, quiso unirse a ellos y recitar Old Ironside o contarles la historia de Juan y las judías mágicas, pues pensó que para ellos serían nuevos, pero como nadie le preguntó, no quiso entrometerse. En ese momento, comenzó a oscurecer.
—Creo que saldré a buscar luz —dijo papá conejo. Luego saltó por la ventana. Walter se preguntó qué tipo de luces usaba la pequeña familia, cuando, de repente, el conejo volvió por la misma ventana. Traía varias luciérnagas en cada pata y las colgó en unos ganchos por la pared. Era una luz agradable y suave suficiente para poder leer. —Es hora de ir a la cama —dijo mamá coneja. Ahora, si fueran niños normales, sin duda habrían dicho “Déjanos un poco más”, pero como eran conejos educados, saltaron y les dieron el beso de buenas noches a sus padres. Entonces, pasó algo horrible. La habitación de Streaky estaba en el recibidor por donde se había escondido Walter, cuando entró vio a Walter y gritó asustado. —¿Qué ocurre? —dijo papá conejo. —¡Es un chico! —gritó Streaky. —¿Un chico? —gritaron los demás mientras corrían a esconderse tras su madre.
Walter entró en la habitación y trató de explicarse. —No tengáis miedo —dijo papá conejo a los pequeños. —No puede hacernos daño, está en nuestro territorio, fuera, en el mundo de los hombres, es más fuerte, pero aquí, en nuestra casa, nosotros mandamos y los hombres deben obedecer. Para sorpresa de Walter, los conejos eran muy Papá y mamá conejos tenían la más o menos la misma estatura que sus padres tenían en casa. —Siéntate —dijo el señor Rabbit en tono serio. Walter se sentó en una de las setas. —Ahora explícanos cómo has llegado hasta aquí —dijo el señor Rabbit. —Por favor, señor —dijo Walter muy asustado—. He venido por el agujero de debajo del árbol. —Para ser justos, —dijo el señor Rabbit— deberíamos matarte y comerte que es lo que nos harías si nos pillaras en tu casa.
Pero no somos salvajes como los hombres y no nos comemos a otras criaturas.
—Por favor, señor, déjeme volver a casa —dijo Walter. —¿Prometes no volver a perseguir nunca a un conejo, ni comernos en un pastel, guisados o de cualquier otra forma? —Lo prometo —dijo Walter. Eso significaba preservar su mundo. —Muy bien, puedes volver a casa, supongo que tu madre estará preocupada. —Gracias —dijo Walter mientras se iba. —¡Para! —le ordenó el conejo en un tono que a Walter le dio miedo. Walter se quedó quieto mientras el conejo fue al armario y lo abrió. —Aquí hay muchas cosas que los hombres llaman oro —dijo—. Para nosotros no tienen ninguna utilidad, no podemos comérnoslas ni bebérnoslas y son muy pesadas para jugar con ellas. A los hombres parece que les gusta más que cualquier otra cosa. Llévatelas a casa, nosotros no las usamos. —¡Gracias! —dijo Walter mientras se llenaba los bolsillos de pepitas de oro.
Se despidió y les dio la mano a los señores Rabbit y a los tres pequeños conejos. Después, comenzó a arrastrarse por el estrecho canal. Walter no avanzó mucho cuando volvió a atascarse. El oro de sus bolsillos le hacía tan ancho que no podía pasar de ninguna manera. Deseó no haber cogido el oro y pensó en eso de que a menudo el oro trae problemas en lugar de alegrías. —¡Ayuda! ¡Ayuda! —gritó mientras luchaba por salir. De repente, estaba de nuevo sentado en el suelo bajo el gran árbol. Se había quedado dormido y había soñado lo de los conejos. —Fue tan real —pensó. Al mirar hacia arriba, vio un gran conejo gris de verdad atravesando deprisa un tronco y desapareció en el agujero. El conejo se giró y miró a Walter, parecía que le había guiñado como para decirle “Nos hemos visto antes. Recuerda mantener tu promesa”. —Por supuesto, lo haré —murmuró—. Nunca volveré a ser cruel con los animales.
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