El búfalo hubiera echado a correr muy a gusto, pero no quería parecer cobarde. Así que siguió su camino mientras el tigre le daba conversación.
-No se te ve mucho por el bosque. ¿Sigues trabajando con el hombre?
El búfalo dijo que sí.
-¡Qué cosa tan rara! No lo comprendo. ¡Caray!, el hombre no tiene zarpas, ni veneno, ni demasiada fuerza, y encima es muy pequeñajo. ¿Por qué lo aceptas como jefe?
-Yo tampoco lo comprendo -contestó el búfalo-. Supongo que será por su inteligencia -In-te-li… ¿qué?
-Inteligencia es algo especial que tiene el hombre y que le permite dominarme a mí, y también al caballo y al cerdo, al perro y al gato -explicó el búfalo con aire sabiondo, contento de saber más que el tigre.
-Interesante, pero que muy interesante. Si yo tuviera esa inteli- lo que sea, la vida me sería mucho más agradable. Todos me obedecerían sin esas carreras y esos saltos que ahora tengo que dar. Me tumbaría en la hierba y escogería los bichos más gordos para mi comida. ¿Tú crees que el hombre me vendería un poco de su in-te-li-gen-cia?
-No… no lo sé -murmuró el búfalo.
-Se lo preguntaré mañana. ¡No se atreverá a negarse, digo yo! -gruñó el tigre, y desapareció en la oscuridad.
El búfalo se encaminó lentamente hacia su casa, un poco asustado, temiendo haber hablado de más. Pero después de la cena se tranquilizó. “El tigre nunca viene a los arrozales”, pensó antes de dormirse.
A la mañana siguiente, cuando llegó al campo con su amo, el búfalo vio que había juzgado mal al tigre, porque ya estaba allí esperando. Incluso había preparado un discurso para aquel encuentro.
-No te asustes, amo hombre -dijo el tigre amablemente- He venido en son de paz. Me han dicho que posees una cosa llamada in-te-li-gencia, y quisiera comprártela. Desearía hacerlo en seguida, porque tengo mucha prisa. ¡Todavía no he desayunado!, ¿comprendes?
El búfalo se sintió muy culpable. Pero entonces oyó que el campesino respondía:
-¡Qué gran honor! ¡El señor tigre en persona visitando mi humilde campo y dándome la oportunidad de servir a un animal tan grande y tan hermoso!
Y le hizo una reverencia como si estuviera ante el propio emperador.
El tigre, lleno de orgullo, respondió:
-Por favor, no hagas ninguna ceremonia por una simple criatura como yo. Sólo he venido a comprar…
Los ojos le brillaban como dos estrellas verdes mientras insistía:
-Me la darás ahora mismo, espero.
-Lo haría con mucho gusto, pero siempre dejo la inteligencia en casa cuando salgo a trabajar-contestó el campesino, que había advertido el brillo de gula en los ojos del tigre-. Ya ves, vale demasiado para que me arriesgue a perderla, y, además, aquí no la necesito.
Pero voy corriendo a casa y te la traigo ahora mismo.
Avanzó unos pasos, pero se volvió en seguida.
-¿Has dicho que todavía no habías desayunado?
-Sí. ¿Por qué lo preguntas?
-Porque en ese caso no puedo dejar contigo al búfalo. Te lo comerías.
-Te prometo que no me lo comeré. Por favor, ¡date prisa!
-No dudo de tu promesa, pero si la olvidas y te comes al búfalo ¿quién me ayudará en mi trabajo? Por otra parte, es tan lento que, si lo llevo conmigo, tardaríamos horas en ir a casa y volver, y no quisiera hacer esperar a Su Excelencia. Claro que, si permites que te ate a aquel árbol, el búfalo podría quedarse aquí sin miedo.
El tigre aceptó.
“Me los comeré a los dos más tarde”, pensó mientras el campesino le ataba fuertemente al árbol. Y la boca se le hacía agua sólo con imaginar el sabor del gran búfalo, del hombrecito moreno y de aquella cosa nueva que se llamaba in-te-li-gencia.
Al cabo de un rato el campesino regresó.
-¿La has traído? -preguntó el tigre impaciente.
-Claro -respondió el campesino, enseñándole una cosa que ardía en la punta de un palo.
-Pues dámela, ¡aprisa! -ordenó el tigre.
El campesino obedeció. Puso la bajo los bigotes del tigre y empezaron a arder. Le acercó el fuego a las orejas, al lomo, a la cola, y por donde rozaba le dejaba la piel chamuscada.
-¡Me quema, me quema! -aullaba el tigre.
-Es la inteligencia -dijo con ironía el campesino-. Ven, búfalo, vámonos.
Pero el búfalo no podía irse. Se tronchaba, se moría de risa. Figúrate al señor tigre, el terror de la selva, dejándose atar a un árbol para luego ser quemado con una antorcha.
¡Una escena graciosísima! El búfalo se revolcaba por la hierba, sin poder dejar de reír, hasta que su hocico chocó contra un tocón de árbol que le partió en dos el morro y le aplastó la nariz. Y todavía hoy se ven los resultados de este accidente en sus descendientes.
¿Y qué pasó con el tigre? Pues que rugió y pataleó, y poco después las llamas quemaron la cuerda y por fin pudo escapar. Pero la cuerda ardiendo le había chamuscado tanto su piel amarilla que, por mucho que se lavó, no pudo borrarse las rayas negras que le quedaron marcadas. Y esa es la razón de que el tigre tenga rayas.
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