domingo, 19 de julio de 2015

Sueño infinito de Pao Yu

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Pao Yu soñó que estaba en un jardín idéntico al de su casa. ¿Será posible, dijo, que haya un jardín idéntico al mío? Se le acercaron unas doncellas. Pao Yu se dijo atónito: ¿Alguien tendrá doncellas iguales a Hsi-Yen, Pin-Erh y a todas las de casa? Una de las doncellas exclamó:


-Ahí está Pao Yu. ¿Cómo habrá llegado hasta aquí?


Pao Yu pensó que lo habían reconocido. Se adelantó y les dijo:


-Estaba caminando; por casualidad llegué hasta aquí. Caminemos un poco.


Las doncellas se rieron.


-¡Qué desatino! Te confundimos con Pao Yu, nuestro amo, pero no eres tan gallardo como él.


Eran doncellas de otro Pao Yu.


-Queridas hermanas -les dijo- yo soy Pao Yu. ¿Quién es vuestro amo?

-Es Pao Yu -contestaron-. Sus padres le dieron ese nombre, que está compuesto de los dos caracteres Pao (precioso) y Yu (jade), para que su vida fuera larga y feliz. ¿Quién eres tú para usurpar ese nombre?

Se fueron, riéndose.

Pao Yu quedó abatido. "Nunca me han tratado tan mal. ¿Por qué me aborrecerán estas doncellas? ¿Habrá, de veras, otro Pao Yu? Tengo que averiguarlo".

Trabajado por esos pensamientos, llegó a un patio que le pareció extrañamente familiar. Subió la escalera y entró en su cuarto. Vio a un joven acostado; al lado de la cama reían y hacían labores unas muchachas. El joven suspiraba. Una de las doncellas le dijo:

-¿Qué sueñas, Pao Yu, estás afligido?

-Tuve un sueño muy raro. Soñé que estaba en un jardín y que ustedes no me reconocieron y me dejaron solo. Las seguí hasta la casa y me encontré con otro Pao Yu durmiendo en mi cama.

Al oír este diálogo Pao Yu no pudo contenerse y exclamó:

-Vine en busca de un Pao Yu; eres tú.

El joven se levantó y lo abrazó, gritando:

-No era un sueño, tú eres Pao Yu.

Una voz llamó desde el jardín:

-¡Pao Yu!

Los dos Pao Yu temblaron. El soñado se fue; el otro le decía:

-¡Vuelve pronto, Pao Yu!.

Pao Yu se despertó. Su doncella Hsi-Yen le preguntó:

-¿Qué sueñas Pao Yu, estás afligido?

-Tuve un sueño muy raro. Soñé que estaba en un jardín y que ustedes no me reconocieron...

FIN

El espejo de viento y luna

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En un año las dolencias de Kia Yui se agravaron. La imagen de la inaccesible señora Fénix gastaba sus días; las pesadillas y el insomnio, sus noches.

Una tarde un mendigo taoísta pedía limosna en la calle, proclamando que podía curar las enfermedades del alma. Kia Yui lo hizo llamar. El mendigo le dijo:

-Con medicinas no se cura su mal. Tengo un tesoro que lo sanará si sigue mis órdenes.

De su manga sacó un espejo bruñido de ambos lados; el espejo tenía la inscripción: Precioso Espejo de Viento y Luna. Agregó:

-Este espejo viene del Palacio del Hada del Terrible Despertar y tiene la virtud de curar los males causados por los pensamientos impuros. Pero guárdese de mirar el anverso. Sólo mire el reverso. Mañana volveré a buscar el espejo y a felicitarlo por su mejoría.

Se fue sin aceptar las monedas que le ofrecieron.

Kia Yui tomó el espejo y miró según le había indicado el mendigo. Lo arrojó con espanto: El espejo reflejaba una calavera. Maldijo al mendigo; irritado, quiso ver el anverso. Empuñó el espejo y miró: Desde su fondo, la señora Fénix, espléndidamente vestida, le hacía señas. Kia Yui se sintió arrebatado por el espejo y atravesó el metal y cumplió el acto de amor. Después, Fénix lo acompañó hasta la salida. Cuando Kia Yui se despertó, el espejo estaba al revés y le mostraba, de nuevo, la calavera. Agotado por la delicia del lado falaz del espejo, Kia Yui no resistió, sin embargo, a la tentación de mirarlo una vez más. De nuevo Fénix le hizo señas, de nuevo penetró en el espejo y satisficieron su amor. Esto ocurrió unas cuantas veces. La última, dos hombres lo apresaron al salir y lo encadenaron.

-Los seguiré -murmuró- pero déjenme llevar el espejo.

Fueron sus últimas palabras. Lo hallaron muerto, sobre la sábana manchada.

FIN

Literatura

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El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una hoja de papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en su vida más que a empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas; oía gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblaba en esos instantes de albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y empavorecedores.
La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se le antojó el abordaje; la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y al describir las olas en que se mecían cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural.
FIN

A enredar los cuentos

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Érase una vez una niña que se llamaba Caperucita Amarilla.

-¡No, Roja!

-¡Ah!, sí, Caperucita Roja. Su mamá la llamó y le dijo: “Escucha, Caperucita Verde…”

-¡Que no, Roja!

-¡Ah!, sí, Roja. “Ve a casa de tía Diomira a llevarle esta piel de papa”.

-No: “Ve a casa de la abuelita a llevarle este pastel”.

-Bien. La niña se fue al bosque y se encontró una jirafa.

-¡Qué lío! Se encontró al lobo, no una jirafa.

-Y el lobo le preguntó: “¿Cuántas son seis por ocho?”

-¡Qué va! El lobo le preguntó: “¿Adónde vas?”

-Tienes razón. Y Caperucita Negra respondió…

-¡Era Caperucita Roja, Roja, Roja!

-Sí. Y respondió: “Voy al mercado a comprar salsa de tomate”.

-¡Qué va!: “Voy a casa de la abuelita, que está enferma, pero no recuerdo el camino”.

-Exacto. Y el caballo dijo…

-¿Qué caballo? Era un lobo

-Seguro. Y dijo: “Toma el tranvía número setenta y cinco, baja en la plaza de la Catedral, tuerce a la derecha, y encontrarás tres peldaños y una moneda en el suelo; deja los tres peldaños, recoge la moneda y cómprate un chicle”.

-Tú no sabes contar cuentos en absoluto, abuelo. Los enredas todos. Pero no importa, ¿me compras un chicle?

-Bueno, toma la moneda.

Y el abuelo siguió leyendo el periódico.

FIN

Un teólogo en la muerte

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Los ángeles me comunicaron que cuando falleció Melanchton le fue suministrada en el otro mundo una casa ilusoriamente igual a la que había tenido en la tierra. (A casi todos los recién venidos a la eternidad les ocurre lo mismo y por eso creen que no han muerto.) Los objetos domésticos eran iguales: la mesa, el escritorio con sus cajones, la biblioteca. En cuanto Melanchton se despertó en ese domicilio, reanudó sus tareas literarias como si no fuera un cadáver y escribió durante unos días sobre la justificación por la fe. Como era su costumbre, no dijo una palabra sobre la caridad. Los ángeles notaron esa omisión y mandaron personas a interrogarlo. Melanchton les dijo:

-He demostrado irrefutablemente que el alma puede prescindir de la caridad y que para ingresar en el cielo basta la fe.

Esas cosas las decía con soberbia y no sabía que ya estaba muerto y que su lugar no era el cielo. Cuando los ángeles oyeron este discurso, lo abandonaron. A las pocas semanas, los muebles empezaron a afantasmarse hasta ser invisibles, salvo el sillón, la mesa, las hojas de papel y el tintero. Además, las paredes del aposento se mancharon de cal, y el piso, de un barniz amarillo. Su misma ropa ya era mucho más ordinaria. Seguía, sin embargo, escribiendo, pero como persistía en la negación de la caridad, lo trasladaron a un taller subterráneo, donde había otros teólogos como él. Ahí estuvo unos días y empezó a dudar de su tesis y le permitieron volver. Su ropa era de cuero sin curtir, pero trató de imaginarse que lo anterior había sido una mera alucinación y prosiguió elevando la fe y denigrando la caridad. Un atardecer, sintió frío. Entonces recorrió la casa y comprobó que los demás aposentos ya no correspondían a los de su habitación en la tierra. Alguno contenía instrumentos desconocidos; otro se había achicado tanto que era imposible entrar; otro no había cambiado, pero sus ventanas y puertas daban a grandes médanos. La pieza del fondo estaba llena de personas que lo adoraban y que le repetían que ningún teólogo era tan sapiente como él. Esa adoración le agradó, pero como alguna de esas personas no tenía cara y otras parecían muertas, acabó por aborrecerlas y desconfiar. Entonces determinó escribir un elogio de la caridad, pero las páginas escritas hoy aparecían mañana borradas. Eso le aconteció porque las componía sin convicción.

Recibía muchas visitas de gente recién muerta, pero sentía vergüenza de mostrarse en un alojamiento tan sórdido. Para hacerles creer que estaba en el cielo, se arregló con un brujo de los de la pieza del fondo, y éste los engañaba con simulacros de esplendor y de serenidad. Apenas las visitas se retiraban reaparecían la pobreza y la cal, y a veces un poco antes.

Las últimas noticias de Melanchton dicen que el brujo y uno de los hombres sin cara lo llevaron hacia los médanos y que ahora es como un sirviente de los demonios.

FIN

Un creyente

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Al caer la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros corredores de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo:
-Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas?
-Yo no -respondió el otro-. ¿Y usted?
-Yo sí -dijo el primero, y desapareció.
FIN

El dedo

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Un hombre pobre se encontró en su camino a un antiguo amigo. Éste tenía un poder sobrenatural que le permitía hacer milagros. Como el hombre pobre se quejara de las dificultades de su vida, su amigo tocó con el dedo un ladrillo que de inmediato se convirtió en oro. Se lo ofreció al pobre, pero éste se lamentó de que eso era muy poco. El amigo tocó un león de piedra que se convirtió en un león de oro macizo y lo agregó al ladrillo de oro. El amigo insistió en que ambos regalos eran poca cosa.

-¿Qué más deseas, pues? -le preguntó sorprendido el hacedor de prodigios.

-¡Quisiera tu dedo! -contestó el otro.
FIN

La persecución del maestro

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Entonces el discípulo atravesó el país en busca del maestro predestinado. Sabía su nombre: Tilopa; sabía que era imprescindible. Lo perseguía de ciudad en ciudad, siempre con atraso.


Una noche, famélico, llama a la puerta de una casa y pide comida. Sale un borracho y con voz estrepitosa le ofrece vino. El discípulo rehúsa, indignado. La casa entera desaparece; el discípulo queda solo en mitad del campo; la voz del borracho le grita: Yo era Tilopa.


Otra vez un aldeano le pide ayuda para cuerear un caballo muerto; asqueado, el discípulo se aleja sin contestar; una burlona voz le grita: Yo era Tilopa.


En un desfiladero un hombre arrastra del pelo a una mujer. El discípulo ataca al forajido y logra que suelte a su víctima. Bruscamente se encuentra solo y la voz le repite: Yo era Tilopa.


Llega, una tarde, a un cementerio; ve a un hombre agazapado junto a una hoguera de ennegrecidos restos humanos; comprende, se prosterna, toma los pies del maestro y los pone sobre su cabeza. Esta vez Tilopa no desaparece.


FIN

El gesto de la muerte

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Un joven jardinero persa dice a su príncipe:

-¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán.

El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:

-Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?

-No fue un gesto de amenaza -le responde- sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán.

FIN

Historia de Cecilia

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He oído a Lucio Flaco, sumo sacerdote de Marte, referir la historia siguiente: Cecilia, hija de Metelo, quería casar a la hija de su hermana y, según la antigua costumbre, fue a una capilla para recibir un presagio. La doncella estaba de pie y Cecilia sentada y pasó un largo rato sin que se oyera una sola palabra. La sobrina se cansó y le dijo a Cecilia:
-Déjame sentarme un momento.
-Claro que sí, querida -dijo Cecilia-; te dejo mi lugar.
Estas palabras eran el presagio, porque Cecilia murió en breve y la sobrina se casó con el viudo.
FIN

Sueño de la mariposa

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Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.


FIN

Los ojos culpables

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Cuentan que un hombre compró a una muchacha por cuatro mil denarios. Un día la miró y echó a llorar. La muchacha le preguntó por qué lloraba; él respondió:

-Tienes tan bellos ojos que me olvido de adorar a Dios.

Cuando quedó sola, la muchacha se arrancó los ojos. Al verla en ese estado el hombre se afligió y le dijo:

-¿Por qué te has maltratado así? Has disminuido tu valor.

Ella le respondió:

-No quiero que haya nada en mí que te aparte de adorar a Dios.

A la noche, el hombre oyó en sueños una voz que le decía:

-La muchacha disminuyó su valor para ti, pero lo aumentó para nosotros y te la hemos tomado.

Al despertar, encontró cuatro mil denarios bajo la almohada. La muchacha estaba muerta.

FIN

El sueño del rey

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-Ahora está soñando. ¿Con quién sueña? ¿Lo sabes?

-Nadie lo sabe.

-Sueña contigo. Y si dejara de soñar, ¿qué sería de ti?

-No lo sé.

-Desaparecerías. Eres una figura de su sueño. Si se despertara ese Rey te apagarías como una vela.

FIN

Historia del joven celoso

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Había una vez un joven que estaba muy celoso de una muchacha bastante voluble.

Un día le dijo:

-Tus ojos miran a todo el mundo.

Entonces, le arrancó los ojos.

Después le dijo:

-Con tus manos puedes hacer gestos de invitación.

Y le cortó las manos.

“Todavía puede hablar con otros”, pensó. Y le extirpó la lengua.

Luego, para impedirle sonreír a los eventuales admiradores, le arrancó todos los dientes.

Por último, le cortó las piernas. “De este modo -se dijo- estaré más tranquilo”.

Solamente entonces pudo dejar sin vigilancia a la joven muchacha que amaba. “Ella es fea -pensaba-, pero al menos será mía hasta la muerte”.

Un día volvió a la casa y no encontró a la muchacha: había desaparecido, raptada por un exhibidor de fenómenos.

FIN

Un tercero en discordia

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En su Vida de Apolonio, refiere Filostrato que un mancebo de veinticinco años, Menipio Licio, encontró en el camino de Corinto a una hermosa mujer, que tomándolo de la mano, lo llevó a su casa y le dijo que era fenicia de origen y que si él se demoraba con ella, la vería bailar y cantar y que beberían un vino incomparable y que nadie estorbaría su amor. Asimismo le dijo que siendo ella placentera y hermosa, como lo era él, vivirían y morirían juntos. El mancebo, que era un filósofo, sabía moderar sus pasiones, pero no ésta del amor, y se quedó con la fenicia y por último se casaron. Entre los invitados a la boda estaba Apolonio de Tiana, que comprendió en el acto que la mujer era una serpiente, una lamia, y que su palacio y sus muebles no eran más que ilusiones. Al verse descubierta, ella se echó a llorar y le rogó a Apolonio que no revelara el secreto. Apolonio habló; ella y el palacio desaparecieron.
FIN

La obra y el poeta

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El poeta hindú Tulsi Das, compuso la gesta de Hanuman y de su ejército de monos. Años después, un rey lo encarceló en una torre de piedra. En la celda se puso a meditar y de la meditación surgió Hanuman con su ejército de monos y conquistaron la ciudad e irrumpieron en la torre y lo libertaron.
FIN

El descuido

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Cuentan:
El rabí Elimelekl estaba cenando con sus discípulos. El criado le trajo un plato de sopa. El rabí lo volvió y la sopa se derramó sobre la mesa. El joven Mendel, que sería rabí de Rimanov, exclamó:
-Rabí, ¿qué has hecho? Nos mandarán a todos a la cárcel.
Los otros discípulos sonrieron y se hubieran reído abiertamente, pero la presencia del maestro los contuvo. Éste, sin embargo, no sonrió. Movió afirmativamente la cabeza y dijo a Mendel:
-No temas, hijo mío.
Algún tiempo después se supo que en aquel día un edicto dirigido contra los judíos de todo el país había sido presentado al emperador para que lo firmara. Repetidas veces el emperador había tomado la pluma, pero algo siempre lo interrumpía. Finalmente firmó. Extendió la mano hacia la arena de secar, pero tomó por error el tintero y lo volcó sobre el papel. Entonces lo rompió y prohibió que se lo trajeran de nuevo.
FIN

Llamada

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El último hombre sobre la Tierra está sentado a solas en una habitación. Llaman a la puerta...
FIN

Tranvía

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Por fin. La desconocida subía siempre en aquella parada. "Amplia sonrisa, caderas anchas... una madre excelente para mis hijos", pensó. La saludó; ella respondió y retomó su lectura: culta, moderna.
Él se puso de mal humor: era muy conservador. ¿Por qué respondía a su saludo? Ni siquiera lo conocía.
Dudó. Ella bajó.
Se sintió divorciado: "¿Y los niños, con quién van a quedarse?"
FIN

El amo confiado y el criado inocente

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En el tiempo en que Maximiliano César estaba con un numeroso ejército sitiando a Padua, un gentilhombre con su familia escapó a refugiarse a Mantua, y me contó que antes de la guerra vino a esta ciudad un joven alemán, que se puso al servicio de un gentilhombre en calidad de mozo de cuadra, porque no sabía hacer otra cosa más que cuidar de los caballos. Era de aspecto simpático, pero de una inocencia tal, que se le podía hacer creer cuanto se deseara.
El gentilhombre al servicio del cual estaba, tenía pasión por los pájaros y pasaba todo el día ocupado en cacería. Como el alemán no se ocupaba más que de la cuadra, el amo creyó poder confiarle el cuidado de que le limpiase las botas y se las engrasara para que estuviesen bien flexibles.
Arrigo, que así se llamaba el alemán, tenía de veinticuatro a veinticinco años, pero aún no había experimentado lo que era meter el diablo en el infierno, y como comía, trabajaba y bebía como un alemán, estaba siempre con el arco tendido, sin saber qué remedio hallar para su mal.
Había notado varias veces que las botas de su amo, por duras que estuviesen, se volvían blandas y flexibles después de engrasadas y puestas al sol, y el inocente joven imaginó encontrar de la misma manera el medio de enternecer y poner flexible su instrumento. Así es que se desabrochó la bragueta y se puso a frotar su miembro con la grasa al sol, sin conseguir ningún resultado, porque siempre estaba hinchado y no se ablandaba nada; pero él perseveraba en la ocupación, pensando que a fuerza de grasas conseguiría su propósito.
Un día, la esposa del gentilhombre salió al patio para hacer ciertas necesidades y vio detrás de la cuadra a Arrigo con su pieza en la mano, en actitud de frotársela con las grasas. La tenía blanca como la nieve, y a la dama le pareció la cosa más bella y dulce del mundo. Se sintió de súbito presa de un gran deseo de probar qué tal servicio le haría, porque la de su marido no era la mitad de gruesa ni de nerviosa. No tardó en hacer llamar a Arrigo para hablarle del servicio de la cuadra, y le dijo:
-Arrigo, yo no sé cómo decirte lo que pienso. En menos de quince días has empleado más grasa para las botas del amo que en tres meses los otros servidores. ¿Qué quiere decir esto? No dudo que haces otro uso de ella o que la vendes. Dime la verdad. Necesito saberlo. ¿Qué es lo que haces?
Arrigo entendió bien lo que le decía, pero no sabía expresar en italiano su pensamiento. Inocente y sencillo, dijo lo que le sucedía, y para explicarlo mejor se desabrochó los calzones y presentó su pieza en la mano delante de la señora, que se estremecía de gusto y ya tenía la boca hecha agua, y le explicó cómo empleaba la grasa, añadiendo que el remedio no le hacía ningún provecho.
-Voy -dijo entonces la mujer-, puesto que eres un fiel servidor, a manifestarte que eso que haces es una verdadera tontería, que de nada sirve a tu enfermedad; yo, con la condición de que no se lo digas a nadie, te enseñaré un excelente remedio. Ven conmigo y verás, así que yo te lo haga, como esa gran pieza se queda pequeñita y blanda como una pasta.
El marido estaba fuera de la ciudad y no había en la casa nadie que la dama pudiese temer que la viera; así, condujo al joven a su cuarto, y para darse placer con él, hizo que cinco veces seguidas se frotara en su grasa.
El remedio pareció admirable al alemán, y todo marchó a maravilla entre los dos. Cada vez que había facilidad y sentía enderezarse su pieza, se la ablandaba con la grasa de la señora.
Sucedió que como Arrigo se aficionaba más a esta grasa que a la de las botas, llegó un día en que el señor quiso ir de caza y no encontró su calzado limpio ni engrasado, y montó en gran cólera por este motivo. El bueno de Arrigo no sabía qué decir.
-¿Qué quieres tú que yo haga ahora, alemán borracho? -gritaba el amo-, ¿qué quieres que yo haga, miserable poltrón? Estas botas están tan duras y tan secas, que ni tú ni nadie podrá ponérmelas. Eres un gandul y un animal.
El muchacho, temblando de miedo a ser azotado, respondió:
-No se incomode usted, señor; no se incomode usted, que en un momento yo las pondré flexibles.
-¡Mala peste te dé, perro cochino! -exclamó más enfurecido el dueño.
Viendo que aumentaba la cólera de su señor, casi fuera de sí, Arrigo dijo:
-Sí, sí señor. Yo voy a hacer lo necesario, si usted tiene un instante de paciencia. En cuanto yo las meta una vez en el vientre de mi señora, le aseguro que se ablandan.
El amo quiso saber qué receta era esa para tan súbito cambio, y entonces el alemán le explicó lo sucedido con detalles.
Viendo que la suerte lo había hecho señor de Corneto, el amo no dijo nada por lo pronto, pero a los pocos días manifestó al alemán que podía buscar otro dueño pues él no tenía más necesidad de sus servicios.
FIN

Hablaba y hablaba...

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Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro.
FIN

En la peluquería

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Hace muchos años que dejé de ir al peluquero; el más cercano se encuentra a cinco manzanas de aquí, lo que me resultaba bastante lejos incluso antes de romperse la barandilla de la escalera. El poco pelo que me crece puedo cortármelo yo mismo, y eso hago, quiero poder mirarme en el espejo sin deprimirme demasiado, también me corto siempre los pelos largos de la nariz.
Pero en una ocasión, hace menos de un año, y por razones en las que no quiero entrar aquí, me sentía aún más solo que de costumbre, y se me ocurrió la idea de ir a cortarme el pelo, aunque no lo tenía nada largo. La verdad es que intenté convencerme de no ir, está demasiado lejos, me dije, tus piernas ya no valen para eso, te va a costar al menos tres cuartos de hora ir, y otro tanto volver. Pero de nada sirvió. ¿Y qué?, me contesté, tengo tiempo de sobra, es lo único que me sobra.
De modo que me vestí y salí a la calle. No había exagerado, tardé mucho; jamás he oído hablar de nadie que ande tan despacio como yo, es una lata, habría preferido ser sordomudo. Porque ¿qué hay que merezca ser escuchado?, y ¿por qué hablar?, ¿quién escucha? y ¿hay algo más que decir? Sí, hay más que decir, pero ¿quién escucha?
Por fin llegué. Abrí la puerta y entré. Ay, el mundo cambia. En la peluquería todo está cambiado. Solo el peluquero era el mismo. Lo saludé, pero no me reconoció. Me llevé una decepción, aunque, por supuesto, hice como si nada. No había ningún sitio libre. A tres personas las estaban afeitando o cortando el pelo, otras cuatro esperaban, y no quedaba ningún asiento libre. Estaba muy cansado, pero nadie se levantó, los que estaban esperando eran demasiado jóvenes, no sabían lo que es la vejez. De manera que me volví hacia la ventana y me puse a mirar la calle, haciendo como si fuera eso lo que quería, porque nadie debía sentir lástima por mí. Acepto la cortesía, pero la compasión pueden guardársela para los animales. A menudo, demasiado a menudo, bien es verdad que ya hace tiempo, aunque el mundo no se ha vuelto más humano, ¿no?, solía fijarme en que algunos jóvenes pasaban indiferentes por encima de personas desplomadas en la acera, mientras que cuando veían a un gato o un perro herido, sus corazones desbordaban compasión. “Pobre perrito”, decían o “Gatito, pobrecito, ¿está herido?” ¡Ay, sí, hay muchos amantes de los animales!
Por suerte, no tuve que estar de pie más de cinco minutos, y fue un alivio poder sentarme. Pero nadie hablaba. Antes, en otros tiempos, el mundo, tanto el lejano como el cercano, se llevaba hasta el interior de la peluquería. Ahora reinaba el silencio, me había dado el paseo en vano, no había ya ningún mundo del que se deseara hablar. Así que al cabo de un rato me levanté y me marché. No tenía ningún sentido seguir allí. Mi pelo estaba lo suficientemente corto. Y así me ahorré unas coronas, seguro que me habría costado bastante. Y eché a andar los muchos miles de pasitos hasta casa. Ay, el mundo cambia, pensé. Y se extiende el silencio. Es hora ya de morirse.
FIN

Una bella película

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¿Sobre qué conciencia no pesa un crimen? -preguntó el barón d'Ormesan-. Por mi parte, ya no me tomo la molestia de contarlos. He cometido algunos que me produjeron dinero, y si hoy no soy millonario, debo culpar más bien a mis apetitos que a mis escrúpulos.

En 1901, en unión de unos amigos, fundé la Compañía Internacional Cinematographic, a la que para abreviar llamamos C.I.C. Nuestro propósito era producir una película de gran interés y pasarla luego en los cinematógrafos de las principales ciudades de Europa y América. Nuestro programa estaba bien trazado. Gracias a la indiscreción de uno de los domésticos, pudimos obtener una escena interesantísima que representaba al presidente de la República, en momentos en que se levantaba de la cama. Siguiendo idéntico procedimiento, también logramos la filmación del nacimiento del príncipe de Albania. En otra oportunidad, después de comprar a precio de oro la complicidad de algunos funcionarios del Sultán, pudimos fijar para siempre la impresionante tragedia del gran visir MalekPacha, quien, después de los desgarradores adioses a sus esposas e hijos, bebió, por orden de su amo y señor, el funesto café en la terraza de su residencia de Pera.

Sólo nos faltaba la representación de un crimen. Pero, desdichadamente, no es fácil conocer con anticipación la hora de un atraco y es muy raro que los criminales actúen abiertamente.

Desesperando de lograr por medios lícitos el espectáculo de un atentado, decidimos organizarlo por nuestra cuenta en una casa que alquilamos en Auteuil a esos efectos. Primeramente habíamos pensado contratar actores para un simulacro de ese crimen que nos faltaba, pero, aparte de que con ello hubiésemos engañado a nuestros futuros espectadores al ofrecerles escenas falsas, habituados como estábamos a no cinematografiar más que la realidad, no podíamos satisfacernos con un simple juego teatral por perfecto que fuera. Llegamos así a la conclusión de echar suerte, para establecer quién de entre nosotros debía juramentarse y cometer el crimen que nuestra cámara registraría. Mas ésta fue una perspectiva ingrata para todos. Después de todo, éramos una sociedad constituida por personas de bien y nadie tomaba a broma eso de perder el honor ni aun por fines comerciales.

Una noche decidimos emboscarnos en la esquina de una calle desierta, muy cerca de la villa que alquiláramos. Éramos seis y todos íbamos armados con revólveres. Pasó una pareja: un hombre y una mujer jóvenes, cuya elegancia muy rebuscada nos pareció a propósito para acondicionar los elementos más interesantes de un crimen pasional. Silenciosos, nos abalanzamos sobre la pareja y amordazándolos los condujimos a la casa. Allí los dejamos bajo el cuidado de uno de nuestro grupo, volviendo a nuestra posición. Un señor de patillas blancas vestido con traje de noche apareció en la calle; salimos a su encuentro y lo arrastramos a la casa a pesar de su resistencia. El brillo de nuestros revólveres dio razón de su coraje y de sus gritos.

Nuestro fotógrafo preparó su cámara, iluminó la sala convenientemente y se aprestó a registrar el crimen. Cuatro de los nuestros se colocaron al lado del fotógrafo apuntando con las armas a los cautivos.

La joven pareja estaba todavía desvanecida. Los desvestí con atenciones conmovedoras: despojé a la muchacha de la falda y el corsé, dejando al joven en mangas de camisa. Dirigiéndome al señor de esmoquin, le dije:

-Señor: ni mis amigos ni yo deseamos a usted ningún mal. Pero le exigimos, bajo pena de muerte, que asesine, con este puñal que arrojo a sus pies, a este hombre y a esta mujer. Ante todo, usted tratará de que vuelvan de su desmayo; tenga cuidado que no lo estrangulen. Como están desarmados, no cabe la menor duda de que usted logrará su propósito.

-Señor -repuso cortésmente el futuro asesino- no tengo más remedio que ceder ante la violencia. Usted ha tomado todas las resoluciones y no deseo en lo más mínimo modificar una decisión cuyo motivo no se me aparece claramente; voy a pedirle una gracia, sólo una: permítame cubrirme el rostro.

Nos consultamos y resolvimos que era mejor así, tanto para él como para nosotros. Coloqué sobre la cara del hombre un pañuelo en el que previamente habíamos abierto dos orificios en el lugar de los ojos, y el individuo comenzó su tarea.

Golpeó al joven en las manos. Nuestro aparato fotográfico empezó a funcionar, registrando esta lúgubre escena. Con el puñal dio unos puntazos en el brazo de su víctima. Ésta se puso rápidamente de pie, saltando, con una fuerza duplicada por el espanto, sobre la espalda de su agresor. La muchacha volvió en sí de su desvanecimiento y acudió en socorro de su amigo. Fue la primera en caer, herida en el corazón. Luego la escena se concentró en el joven, que se abatió de una herida en la garganta. El asesino hizo las cosas bien. El pañuelo que cubría su rostro no se había movido durante la lucha, y lo conservó puesto todo el tiempo que la cámara funcionó.

-¿Están ustedes conformes? -nos preguntó-. ¿Puedo ahora arreglarme un poco?

Lo felicitamos por su labor. Se lavó las manos, se peinó, cepillándose luego el traje. Inmediatamente, la cámara se detuvo.

FIN

Polemistas

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Varios gauchos en la pulpería conversan sobre temas de escritura y de fonética. El santiagueño Albarracín no sabe leer ni escribir, pero supone que Cabrera ignora su analfabetismo; afirma que la palabra trara* no puede escribirse. Crisanto Cabrera, también analfabeto, sostiene que todo lo que se habla puede ser escrito.

-Pago la copa para todos -le dice el santiagueño- si escribe trara.

-Se la juego -contesta Cabrera; saca el cuchillo y con la punta traza unos garabatos en el piso de tierra.

De atrás se asoma el viejo Álvarez, mira el suelo y sentencia:

-Clarito, trara.

FIN

Un rajá que se aburre

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¡El rajá se aburre!

¡Ah, sí, se aburre el rajá!

¡Se aburre como quizá nunca se aburrió en su vida!

(¡Y Buda sabe si el pobre rajá se aburrió!)

En el patio norte del palacio, la escolta aguarda. Y también aguardan los elefantes del rajá. Porque hoy el rajá debía cazar al jaguar.

Ante yo no sé qué suave gesto del rajá, el intendente comprende: ¡que entre la escolta!; ¡que entren los elefantes!

Muy perezosamente, entra la escolta, llena de contento.

Los elefantes murmuran roncamente, que es la manera, entre los elefantes, de expresar el descontento.

Porque, al contrario del elefante de África, que gusta solamente de la caza de mariposas, el elefante de Asia sólo se apasiona con la caza del jaguar.

Entonces, ¡que vengan las bailarinas!

¡Aquí están las bailarinas! Las bailarinas no impiden que el rajá se aburra.

¡Afuera, afuera las bailarinas! Y las bailarinas se van.

¡Un momento, un momento! Hay entre las bailarinas una nueva pequeña que el rajá no conoce.

-Quédate aquí, pequeña bailarina. ¡Y baila! ¡He aquí que baila, la pequeña bailarina!

¡Oh, su danza!

¡El encanto de su paso, de su actitud, de sus ademanes graves!

¡Oh, los arabescos que sus diminutos pies escriben sobre el ónix de las baldosas! ¡Oh, la gracia casi religiosa de sus manos menudas y lentas! ¡Oh, todo!

Y he aquí que al ritmo de la música ella comienza a desvestirse.

Una a una, cada pieza de su vestido, ágilmente desprendida, vuela a su alrededor.

¡El rajá se enciende!

Y cada vez que una pieza del vestido cae, el rajá, impaciente, ronco, dice:

-¡Más!

Ahora, hela aquí toda desnuda.

Su pequeño cuerpo, joven y fresco, es un encantamiento.

No se sabría decir si es de bronce infinitamente claro o de marfil un poco rosado. ¿Ambas cosas, quizá?

El rajá está parado, y ruge, como loco:

-¡Más!

La pobre pequeña bailarina vacila. ¿Ha olvidada sobre ella una insignificante brizna de tejido? Pero no, está bien desnuda.

El rajá arroja a sus servidores una malvada mirada oscura y ruge nuevamente:

-¡Más!

Ellos lo entendieron.

Los largos cuchillos salen de las vainas. Los servidores levantan, no sin destreza, la piel de la linda pequeña bailarina.

La niña soporta con coraje superior a su edad esta ridícula operación, y pronto aparece ante el rajá como una pieza anatómica escarlata, jadeante y humeante.

Todo el mundo se retira por discreción. ¡Y el rajá no se aburre más!

FIN

Salomón y Azrael

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Un hombre vino muy temprano a presentarse en el palacio del profeta Salomón, con el rostro pálido y los labios descoloridos.

Salomón le preguntó:

-¿Por qué estás en ese estado?

Y el hombre le respondió:

-Azrael, el ángel de la muerte, me ha dirigido una mirada impresionante, llena de cólera. ¡Manda al viento, por favor te lo suplico, que me lleve a la India para poner a salvo mi cuerpo y mi alma!

Salomón mandó, pues, al viento que hiciera lo que pedía el hombre. Y, al día siguiente, el profeta preguntó a Azrael:

-¿Por qué has echado una mirada tan inquietante a ese hombre, que es un fiel? Le has causado tanto miedo que ha abandonado su patria.

Azrael respondió:

-Ha interpretado mal mi mirada. No lo miré con cólera, sino con asombro. Dios, en efecto, me había ordenado que fuese a tomar su vida en la India, y me dije: ¿Cómo podría, a menos que tuviese alas, trasladarse a la India?

FIN

sábado, 18 de julio de 2015

Cuentos Infantiles

Los músicos de Bremen

Un hombre tenía un burro que, durante largos años, había estado llevando sin descanso los sacos al molino, pero cuyas fuerzas se iban agotando, de tal manera que cada día se iba haciendo menos apto para el trabajo. Entonces el amo pensó en deshacerse de él, pero el burro se dio cuenta de que los vientos que soplaban por allí no le eran nada favorables, por lo que se escapó, dirigiéndose hacia la ciudad de Bremen. Allí, pensaba, podría ganarse la vida como músico callejero. Después de recorrer un trecho, se encontró con un perro de caza que estaba tumbado en medio del camino, y que jadeaba como si estuviese cansado de correr.
-¿Por qué jadeas de esa manera, cazadorcillo? -preguntó el burro.

Los músicos de Bremen
-¡Ay de mí! -dijo el perro-, porque soy viejo y cada día estoy más débil y, como tampoco sirvo ya para ir de caza, mi amo ha querido matarme a palos; por eso decidí darme el bote. Pero ¿cómo voy a ganarme ahora el pan?
-¿Sabes una cosa? -le dijo el burro-, yo voy a Bremen porque quiero hacerme músico. Vente conmigo y haz lo mismo que yo; formaremos un buen dúo: yo tocaré el laúd y tú puedes tocar los timbales.
Al perro le gustó la idea y continuaron juntos el camino. No habían andado mucho, cuando se encontraron con un gato que estaba tumbado al lado del camino con cara avinagrada.
-Hola, ¿qué es lo que te pasa, viejo atusabigotes? -preguntó el burro.
-¿Quién puede estar contento cuando se está con el agua al cuello? -contestó el gato-. Como voy haciéndome viejo y mis dientes ya no cortan como antes, me gusta más estar detrás de la estufa ronroneando que cazar ratones; por eso mi ama ha querido ahogarme. He conseguido escapar, pero me va a resultar difícil salir adelante. ¿Adónde iré?
-Ven con nosotros a Bremen, tú sabes mucho de música nocturna, y puedes dedicarte a la música callejera.
Al gato le pareció bien y se fue con ellos. Después los tres fugitivos pasaron por delante de una granja; sobre el portón de entrada estaba el gallo y cantaba con todas sus fuerzas.
-Tus gritos le perforan a uno los tímpanos -dijo el burro-, ¿qué te pasa?
-Estoy pronosticando buen tiempo -dijo el gallo-, porque hoy es el día de Nuestra Señora, cuando lavó las camisitas del Niño jesús y las puso a secar. Pero como mañana es domingo y vienen invitados, el ama, que no tiene compasión, ha dicho a la cocinera que me quiere comer en la sopa. Y tengo que dejar que esta noche me corten la cabeza. Por eso aprovecho para gritar hasta desgañitarme, mientras pueda.
-Pero qué dices, cabezaroja -dijo el burro-, mejor será que te vengas con nosotros a Bremen. En cualquier parte se puede encontrar algo mejor que la muerte. Tú tienes buena voz y si vienes con nosotros para hacer música, seguro que el resultado será sorprendente.
Al gallo le gustó la proposición, y los cuatro siguieron el camino juntos.
Pero Bremen estaba lejos y no podían hacer el viaje en un sólo día. Por la noche llegaron a un bosque en el que decidieron quedarse hasta el día siguiente. El burro y el perro se tumbaron bajo un gran árbol, mientras que el gato y el gallo se colocaron en las ramas. El gallo voló hasta lo más alto, porque aquél era el sitio donde se encontraba más seguro. Antes de echarse a dormir, el gallo miró hacia los cuatro puntos cardinales y le pareció ver una lucecita que brillaba a lo lejos. Entonces gritó a sus compañeros que debía de haber una casa muy cerca de donde se encontraban. Y el burro dijo:
-Levantémonos y vayamos hacia allá, pues no estamos en muy buena posada.
El perro opinó que un par de huesos con algo de carne no le vendrían nada mal. Así que se pusieron en camino hacia el lugar de donde venía la luz. Pronto la vieron brillar con más claridad, y poco a poco se fue haciendo cada vez más grande, hasta que al fin llegaron ante una guarida de ladrones muy bien iluminada. El burro, que era el más grande, se acercó a la ventana y miró hacia el interior.
-¿Qué ves, jamelgo gris? -preguntó el gallo.
-¿Que qué veo? -contestó el burro-, pues una mesa puesta, con buena comida y mejor bebida, y a unos ladrones sentados a su alrededor que se dan la gan vida.
-Eso no nos vendría mal a nosotros -dijo el gallo.
-Sí, sí, ¡ojalá estuviéramos ahí dentro! -dijo el burro.
Entonces se pusieron los animales a deliberar sobre el modo de hacer salir a los ladrones; y al fin hallaron un medio para conseguirlo.
El burro tendría que alzar sus patas delanteras hasta el alféizar de la ventana; luego el perro saltaría sobre el lomo del burro; el gato treparía sobre el perro, y, por último, el gallo volaría hasta ponerse en la cabeza del gato. Una vez hecho esto, y a una señal convenida, empezaron los cuatro juntos a cantar. El burro rebuznaba, el perro ladraba, el gato maullaba y el gallo cantaba. Luego se arrojaron por la ventana al interior de la habitación rompiendo los cristales con gran estruendo. Al oír tan tremenda algarabía, los ladrones se sobresaltaron y, creyendo que se trataba de un fantasma, huyeron despavoridos hacia el bosque.
Entonces los cuatro compañeros se sentaron a la mesa, dándose por satisfechos con lo que les habían dejado los ladrones, y comieron como si tuvieran hambre muy atrasada.
Cuando acabaron de comer, los cuatro músicos apagaron la luz y se dedicaron a buscar un rincón para dormir, cada uno según su costumbre y su gusto. El burro se tendió sobre el estiércol; el perro se echó detrás de la puerta; el gato se acurrucó sobre la cocina, junto a las calientes cenizas, y el gallo se colocó en la vigueta más alta. Y, como estaban cansados por el largo camino, se durmieron enseguida. Pasada la medianoche, cuando los ladrones vieron desde lejos que en la casa no brillaba ninguna luz y todo parecía estar tranquilo, dijo el cabecilla:
-No deberíamos habernos dejado intimidar.
Y ordenó a uno de los ladrones que entrara en la casa y la inspeccionara. El enviado lo encontró todo tranquilo. Fue a la cocina para encender una luz y, como los ojos del gato centelleaban como dos ascuas, le parecieron brasas y les acercó una cerilla para encenderla. Mas el gato, que no era amigo de bromas, le saltó a la cara, le escupió y le arañó. Entonces el ladrón, aterrorizado, echó a correr y quiso salir por la puerta trasera. Pero el perro, que estaba tumbado allí, dio un salto y le mordió la pierna. Y cuando el ladrón pasó junto al estiércol al atravesar el patio, el burro le dio una buena coz con las patas traseras. Y el gallo, al que el ruido había espabilado, gritó desde su viga:
-¡Kikirikí!
Entonces el ladrón echó a correr con todas sus fuerzas hasta llegar donde estaba el cabecilla de la banda. Y le dijo:
-¡Ay! En la casa se encuentra una bruja horrible que me ha echado el aliento y con sus largos dedos me ha arañado la cara. En la puerta está un hombre con un cuchillo y me lo ha clavado en la pierna. En el patio hay un monstruo negro que me ha golpeado con un garrote de madera. Y arriba, en el tejado, está sentado el juez, que gritaba: «¡Traedme aquí a ese tunante!». Entonces salí huyendo.
Desde ese momento los ladrones no se atrevieron a volver a la casa, pero los cuatro músicos de Bremen se encontraron tan a gusto en ella que no quisieron abandonarla nunca más. Y el último que contó esta historia, todavía tiene la boca seca.

El Gran Oso Pardo que nunca se enfadaba

El Gran Oso Pardo que nunca se enfasaba

Había una vez un Gran Oso Pardo Marrón que vivía en un árbol hueco al borde de un bosque. El Gran Oso Pardo le tenía mucho cariño a su casa, porque era un gran hueco agradable, lo suficiente alto como para salir a la puerta sin tener que agacharse, y con mucho espacio dentro. En el verano, cuando el bosque era verde y fresco, él no usaba mucho su casa. Pero cuando llegaba el invierno y los días se hacían oscuros y fríos, y los bosques estaban blancos por la nieve, entonces al Gran Oso Pardo marrón le gustaba estar dentro de su casa. Entonces, para el invierno, él la había hecho cálida y acogedora. En una esquina tenía una jarra de miel, que las abejas que trabajaban en las rosas silvestres habían hecho para él. Y en otra esquina tenía una suave cama de hojas secas y suave helecho donde se podía enroscar en un día oscuro y tomar una larga, larga siesta. El Gran Oso Pardo Marrón cuidaba muy bien su casa y la mantenía muy limpia y ordenada. Cada mañana barría y limpiaba el polvo de la jarra de miel y nada estaba nunca fuera de su sitio. Era un viejo oso de buen corazón y nunca se enfadaba, como suelen hacer la mayoría de los osos. Y como era tan simpático le gustaba a todo el mundo y venían a menudo a verle.
El Gran Oso Pardo que nunca se enfasabaPero había una pequeña Coneja Blanca que venía más a menudo que los demás. Ella decía que le gustaba sentarse en la casa del Gran Oso Pardo porque siempre estaba tan limpia y ordenada. La pequeña Coneja Blanca tenía su propia casa, pero de alguna manera, nunca conseguía mantenerla ordenada. Decía que era porque sus hijos eran muy traviesos pero, cualquiera que fuera la razón, ¡su casa estaba siempre en un estado pésimo! El Gran Oso Pardo era siempre muy educado con la pequeña Coneja Blanca en cualquier momento que viniese a visitarle. Siempre cogía su sombrero y chal y le daba su mejor silla cerca del fuego, para que pudiese estar muy cómoda mientras le contaba sus problemas. Entonces la pequeña Coneja Blanca le contaría como a Gazapito, el más joven, nunca le importaba ella, y como su hijo mayor, Cola de Algodón, se había escapado de casa el día anterior y todavía no había vuelto, y muchos otros problemas más además. Ella siempre le explicaba como ella intentaba cumplir sus deberes con sus hijos, cuan a menudo había encerrado a Gazapito en el cuarto oscuro, y cuántas veces había azotado a Cola de Algodón.
El Gran Oso Pardo que nunca se enfasaba

Entonces el Gran Oso Pardo intentaba enseñarle cómo él pensaba que se debía criar a los niños traviesos. Y puesto que era un oso con tan buen corazón, y no sabía como enfadarse, le dijo que no encerrase al pequeño Gazapito en el cuarto oscuro y que nunca azotase al pobre Cola de Algodón; él estaba seguro de que sólo si ella era muy amable, los niños serían seguramente buenos. Pequeña Coneja Blanca siempre hizo cualquier cosa que él la dijese, pues ella pensaba que el Gran Oso Pardo era muy sabio y lo sabía todo. Cada día los conejitos crecían más traviesos, y aun así ella no perdió fe en lo que el Gran Oso Pardo había dicho. Incluso llamó un día a Cola de Algodón y le dijo que si alguna vez le pasaba algo a ella, él tendría que llevar a todos sus pequeños hermanos y hermanas a la casa del Gran Oso Pardo, porque para ella el oso era tan sabio y tan amable que seguro que cuidaría de ellos y lo haría bien.
Entonces, no mucho después de esto, pasó que la pequeña Coneja Blanca se fue dentro del bosque para encontrar algo de comer para sus hijos. Estuvo fuera durante mucho tiempo, y los bebés lloraron por que ella volviese a casa. Pero la pobre pequeña Coneja Blanca no pudo volver a casa: se había quedado atrapada en una trampa y un niño pequeño llegó para llevársela como mascota. Entonces por fin, cuando los conejos bebé tuvieron tanta hambre que no podían soportarlo ya más, Cola de Algodón recordó lo que su madre le había dicho y reunió a sus pequeños hermanos y hermanas a su alrededor y les dijo:
“Pequeña Coneja Blanca no volverá nunca más con nosotros. Se ha perdido. Y si nos quedamos aquí solos nos moriremos de hambre, por lo que tenemos que hacer lo que nuestra madre dijo. Debemos ir al Gran Oso Pardo y pedirle que cuide de nosotros. Él es muy amable y sabio, y lo hará bien. Yo le preguntaré porque soy el mayor y vosotros debéis hacer lo que yo diga.”

El oso y la coneja
“Sí, todos haremos lo que tú digas”, respondieron los pequeños conejos. Entonces Cola de Algodón les dijo lo que debían hacer. Ese mismo día se pusieron todos sus mejores ropas y fueron a través del bosque hasta la casa del Gran Oso Pardo. Cuando habían llagado cerca de la casa, vieron al Gran Oso Pardo de pie en la entrada. Él se sorprendió de ver a tantos pequeños conejos viniendo a través del bosque, pero todavía se sorprendió más al verlos parar delante de su casa.
“Pequeña Coneja Blanca, nuestra madre, está perdida”, dijo Cola de Algodón en voz muy alta y __, pues intentaba ser muy educado,
“y nunca más volverá con nosotros”.
“¡Nunca más volverá con nosotros! Lloraron todos los pequeños conejos, sujetando sus pañuelos sobre sus ojos, como Cola de Algodón les había dicho que hiciesen”
“Oh querido”, dijo el Gran Oso Pardo, muy afectado
“¡eso son muy malas noticias!”
Yo tenía cariño a tu madre. Ella venía a verme a menudo.”
“y antes de que se marchase”, continuó Cola de Algodón,
“nos dijo que si algo le pasase a ella, nosotros teníamos que venir aquí y pedirle que cuidase de nosotros porque usted es muy sabio y muy amable, y nunca se enfada”.
“¡Es muy sabio y muy amable y nunca se enfada!” repitieron todos los pequeños conejos detrás de sus pañuelos.
Los conejos

“Bien, bien” dijo el Gran Oso Pardo,
“dejadme ver. ¿Entonces eso es lo que dijo vuestra madre?”
“Sí, si usted es tan amble”, respondió Cola de Algodón educadamente, y
“¡Sí, por favor!” hicieron eco todos sus pequeños hermanos y hermanas. Ahora para decir la verdad, el Gran Oso Pardo no deseaba mucho hacerse cargo de todos los pequeños bebés de la Pequeña Coneja Blanca porque eran muchos y todos parecían tener mucha hambre. Pero cuando pusieron sus pañuelos sobre sus ojos y parecieron tan tristes, él no los pudo dejar marchar porque era un oso con tan buen corazón.
“¿Prometeis ser buenos chicos y hacer siempre lo que yo os diga?” preguntó.
“Sí, por su puesto”. respondió Cola de Algodón.
“¡Sí, por su puesto!” lloraron todos los pequeños conejos. Así, al final el Gran Oso Pardo les dejó pasar dentro de su casa y empezó a cuidar de ellos, y al principio todo fue bastante bien. El Gran Oso Pardo Marrón simplemente cuidó tan bien de todos los pequeños conejos como de su propia casa. Les lavaba la cara a todos cada mañana, y les cepillaba su pelaje de la manera correcta. También arreglaba todas sus ropas e incluso consiguió libros para ellos y empezó a enseñarles las letras. Por un tiempo los pequeños conejos fueron muy buenos e hicieron cualquier cosa que él les dijese que hicieran, porque al principio, verás, estaban un poco asustados del Gran Oso Pardo. Pero después de un tiempo en que vieron que el tenía tan buen corazón que realmente no sabía como enfadarse, ellos se cansaron de ser buenos.
El oso boxeador

Entonces, una mañana, cuando el Gran Oso Pardo Marrón había salido a pasear, Cola de Algodón tiró sus libros y llamó a sus pequeños hermanos y hermanas a su alrededor.
“No vamos a leer más”, dijo.
“El Gran Oso Pardo se ha ido y no sabrá lo que estamos haciendo. ¡Vamos a divertirnos hasta que vuelva! Los pequeños conejos estaban listos para tirar sus libros.
“¿Y qué haremos?” preguntaron.
“¡Comámonos su miel!” respondió Cola de Algodón. Y así lo hicieron, ¡hasta la última gota de miel! Entonces saltaron en su cama y la dejaron toda revuelta, y fueron tan traviesos como lo puede ser un conejo. Cuando el Gran Oso Pardo volvió a casa, se lamentó mucho de ver lo que habían hecho pero no les regaño mucho, porque era un oso con corazón amable y no sabía como enfadarse. Únicamente, cuando llegó la siguiente mañana, se dijo a sí mismo:
“me quedaré hoy en casa y miraré lo que hacen estos conejos traviesos”. Y mientras que él estuvo mirando a los conejos ellos se portaron bien. Pero después de un rato, estaba muy cansado y y se tumbó para echarse una siesta. Entonces, de la misma manera que lo había hecho antes, Cola de Algodón reunió a sus hermanos a su alrededor, y les dijo en voz baja:

El oso durmiendo
“No nos portemos bien más. El Gran Oso Pardo no sabe como enfadarse, y nunca nos va a regañar demasiado”. Por supuesto, todos los pequeños conejos pensaron que sería muy agradable no ser buenos nunca más.
“¿Y qué haremos ahora?” preguntaron.
“Vamos a molestarle y a ver si le podemos despertar”, respondió Cola de Algodón. Y así lo hicieron todos los pequeños conejitos solo pensaron en molestar al Gran Oso Pardo. Saltaron arriba y abajo en su espalda, y algunos de ellos le tiraron de las orejas, y uno de Ellos incluso le hizo cosquillas en la nariz con una paja; cada uno de ellos empezaron a ver como de traviesos podían ser. Podeis estar seguros de que el Gran Oso Pardo no tuvo una larga siesta. Pero cuando se despertó no les regañó en absoluto. En vez de eso, cogió su sombrero y su bastón y después de que les dijo adiós salió de la casa, y aunque los pequeños conejitos lo esperaron durante mucho, mucho tiempo, el Gran Oso Pardo no volvió. Entonces Cola de Algodón y todos los otros peqeños conejitos se arrepintieron mucho de lo que habían hecho, porque todos tenían cariño al Gran Oso Pardo marrón. Una vez más, Cola de Algodón llamó a todos los otros a su alrededor.
“Yo soy el mayor”, dijo,
“Saldré a buscar al Gran Oso Pardo y traerlo de vuelta a casa”. Los pequeños conejitos se alegraron mucho de esto”.
“¡Sí!” lloraron,
El Gran Oso Pardo

“¿y qué haremos nosotros?”
“Vosotros debéis venir también y ayudarme”, respondió Cola de Algodón.
Así todos los pequeños conejitos salieron y buscaron al Gran Oso Pardo. ¿Y donde pensáis que lo encontraron? Se había quedado también atrapado en una trampa y no se pudo liberar. Entonces los pequeños conejitos se arrepintieron aun más, porque recordaron lo bueno que había sido con ellos. Pero Cola de Algodón habló el primero porque era el mayor.
“Lo sentimos porque fuimos muy traviesos y te hicimos salir de casa, Gran Oso Pardo”, dijo.
“pero te ayudaremos ahora pues te queremos porque has sido muy bueno con nosotros y no te sabes enfadar”.
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“Por supuesto que te ayudaremos”, dijeron todos los pequeños conejitos.
Entonces cada uno sujetó al que tenía delante de él y Cola de Algodón agarró la trampa, y todos juntos tiraron y tiraron. Y eran tantos y tiraron tan fuerte, que al final la trampa se aflojó y el Gran Oso Pardo marrón quedó libre. Entonces todos volvieron a casa juntos, y cuando llegaron allí, ¡quién verían allí de pie en la puerta sino a la propia pequeña Coneja Blanca! Ella se había escapado de su pequeño hijo y había vuelto para cuidar de sus propios bebés otra vez. ¡Y quizás no lo creeréis pero el Gran Oso Pardo marrón estuvo muy contento de ello!

El hada del lago

Hace mucho, mucho tiempo, mucho antes incluso de que los hombres  llenaran la tierra y construyeran sus grandes ciudades , existía un lugar misterioso, un gran y precioso lago, rodeado de grandes árboles y  custodiado por un hada, al que todos llamaban la hada del lago. Era justa y muy generosa,  y todos sus vasallos estaban siempre dispuestos a servirla. Pero de pronto llegaron unos malvados seres que amenazaron el lago, sus bosques y a sus habitantes. Tal era el peligro, que el hada solicitó a su pueblo que se unieran a ella, pues había que hacer un peligroso viaje a través de ríos, pantanos y desiertos, con el fin de encontrar la Piedra de Cristal, que les dijo, era la única salvación posible para todos.

El hada del lago
El hada advirtió  que el viaje estaría plagado de peligros y dificultades, y de lo difícil que sería aguantar todo el viaje, pero ninguno se echó hacia atrás. Todos prometieron acompañarla hasta donde hiciera falta, y aquel mismo día, partió hacia lo desconocido con sus  80 vasallos más leales y fuertes.
El camino fue mucho más terrible, duro y peligroso que lo predicho por el hada. Se tuvieron que  enfrentar a terribles bestias, caminaron día y noche y vagaron perdidos por un inmenso desierto, que parecía no tener fin, sufriendo el hambre y la sed. Ante tantas adversidades muchos se desanimaron y terminaron por abandonar el viaje a medio camino, hasta que sólo quedó uno, llamado Sombra. No era considerado como el más valiente del lago, ni el mejor luchador, ni tan siquiera el más listo o divertido, pero fielmente continuó junto a su hada sin desfallecer. Cuando ésta le preguntaba de dónde sacaba la fuerza para seguir y por qué no abandonaba como los demás, Sombra respondía siempre lo mismo “Mi señora, os prometí que os acompañaría a pesar de las dificultades y peligros, y éso es lo que hago. No me voy a ir a casa sólo porque que todo lo que nos advertiste haya sido verdad”.
Gracias a su leal Sombra el hada pudo por fin encontrar la cueva donde se hallaba la Piedra de Cristal, pero dentro había un monstruoso Guardián, grande y muy poderoso que no estaba dispuesto a entregársela. Entonces Sombra, en un gesto más de la lealtad que le profesaba al hada, se ofreció a cambio de la piedra, y se quedó al servicio del monstruo por el resto de sus días.
La poderosa magia de la Piedra de Cristal hizo que el hada regresara al lago inmediatamente y así pudo expulsar a los seres malvados, pero cada noche lloraba la ausencia de su fiel Sombra, pues gracias a aquel desinteresado y generoso compromiso surgió un amor más fuerte que ningún otro. Y en su recuerdo, el hada quiso mostrar a todos lo que significaba el valor de la lealtad y el compromiso, y regaló a cada ser de la tierra su propia sombra durante el día; pero al llegar la noche, todas las sombras acuden el lago, donde consuelan y acompañan a su triste hada.

Mi pequeño caracol

Cuando una mañana de domingo Marta se despertó, enseguida pensó en dar de comer a sus peces, la noche anterior estaba muy cansada y se fué a dormir enseguida. Con alegría se acercó a su pecera y con gran asombro descubrió que increíblemente se había metido un caracol en ella. Rápidamente llamó a su madre para que lo viera.
“Vaya qué pequeño es”, dijo la mamá mientras miraba al pequeño caracol de agua. “Sólo un punto negro.”
“Seguro que crece y se hace muy grande”, dijo Marta y bajo corriendo a desayunar. Por la noche y antes de acostarse encendió la luz de su tanque de peces.
Vió los peces de colores naranja que eran grandes y gordos, que estaban dormitando en el interior del arco de piedra. Mandíbulas estaba despierto, y nadaba a lo largo de la parte delantera del depósito moviendo rápidamente la cola y haciendo que en el agua se formara espuma y muchas burbujas. Tardó Marta un tiempo en encontrar al pequeño caracol y lo encontró pegado en la parte inferior del acuario, justo al lado de la grava.
Cuando llegó al cole al día siguiente contó a todas sus amigas el descubrimiento del caracol y les dijo que era tan pequeño que se le podía confundir con un pedazo de grava. Todas se pusieron a reír y una de las chicas de su clase dijo que parecía una mascota ideal para ella, ya que Marta era un poco bajita.
Mi pequeño caracol

Esa noche Marta encendió la luz para encontrarlo, y estaba aferrado a la punta de una pequeña banderita que salía de la maleza del acuario. Estaba cerca del filtro de agua y se balanceaba con las burbujas de aire que salían de este .
“Esto debe ser muy divertido”, pensó. Trató de imaginar como debe ser el tener que aferrarse a las cosas todo el día y decidió que probablemente era muy agotador. Después de darles de comer, se sentó al lado para observar como los peces nadaban, se perseguían y jugaban entre ellos. Entonces observó como uno de los peces de color naranja estaba absorbiendo grava y volviendola a lanzar, cuando en una de esas se tragó al pobre caracol que estaba paseando tranquilamente por la grava. Marta saltó de su silla, pero de pronto lo vio salir escupido del pez. Así continuó haciendo el pez de color naranja, varias veces, hasta que el pobre caracol flotó hasta la parte inferior del tanque entre la grava de color. Marta no podía parar de reir.
“Creo que ha crecido un poco”, le dijo a su mamá en el desayuno al día siguiente.
“Menos mal, sino se lo van a tragar todos los días varias veces”, dijo su mamá, tratando de ponerse el abrigo y comer tostadas al mismo tiempo.
“Pero yo no quiero que sea demasiado grande o no será tan bonito. Las cosas pequeñas son más bonitas que las grandes, ¿no es así?”.
“Sí lo son. Pero las cosas grandes también pueden ser muy bonitas. Ahora date prisa, voy a perder el tren.”
En la escuela, ese día, Marta dibujó un elefante. Necesitaba dos pedazos de papel para hacer los colmillos pero a su maestra no le importaba porque estaba contenta con el dibujo y quería ponerlo en la pared de la clase. En la esquina del dibujo, Marta escribió su nombre completo, y dibujó pequeños caracoles sobre las “a” de su nombre. La maestra dijo que era muy creativa.
Ese fin de semana decidieron que había que limpiar el acuario. “Hay una gran cantidad de algas en los laterales”, dijo mamá.
Se llevaron los peces con mucho cuidado y los pusieron en un bol muy grande que tenía mamá para cocinar mientras vaciaban un poco de agua. Mamá usaba una aspiradora especial para limpiar la grava, mientras que Marta recortaba la maleza del estanque para dejarla a un tamaño adecuado y frotó el arco y el tubo de filtro. Mamá vertió agua nueva en el acuario.
“¿Dónde está el pequeño caracol?” Preguntó Marta.
“En el lado”, dijo mamá. Estaba ocupada concentrándose en echar el agua.”No te preocupes he tenido mucho cuidado con él.”
Marta miró por todos los lados del acuario. No había ni rastro del caracol de agua.
“Probablemente está en la grava”, dijo su mamá. “Vamos a acabar el trabajo, que tengo que hacer la comida todavía.” Saco todos los peces del bol y los dejó caer en el agua limpia del acuario. Los peces no dejaban de nadar y daban vueltas y vueltas, alegrandose de tener un agua tan limpia.
Esa noche, Marta volvió a comprobar el acuario. El agua se había instalado y se veía preciosa y clara, pero no había ni rastro del pequeño caracol. Se tumbó en la cama e hizo algunos ejercicios, estirando sus piernas y los pies apuntando al cielo. El estiramiento era bueno para los músculos y cuando Marta terminó, se arrodilló a mirar otra vez el acuario, pero seguía sin haber rastro del caracol.
Bajó las escaleras, su madre estaba en el estudio, rodeada de papeles. Tenía sus gafas puestas y el pelo todo revuelto en el lugar donde había estado pasando sus manos, se notaba muy concentrada. Marta le dijo que seguía sin ver al caracolito y que estaba muy preocupada.
“Ya aparecerá no te preocupes, es muy pequeño y se puede esconder en cualquier sitio.” fue todo lo que dijo. “Ahora a la cama Marta. Tengo montañas de trabajo que hacer para ponerme al día.”
“Lo has aspirado ¿verdad,” dijo ella con un tono de voz y una cara que denotaban su enorme enfado.
“No lo he hecho. Tuve mucho cuidado. Pero es muy pequeño.”
“¿Qué hay de malo en ser pequeño?”
“Nada en absoluto. Pero se hace más difícil de encontrar que si fuese grande.”
Marta salió corriendo de la habitación y se fué a su cuarto con lágrimas en los ojos, tumbandose en la cama.
La puerta del dormitorio se abrió y la cara de mamá apareció. Marta trató de ignorarla, pero era difícil cuando se acercó a la cama y se sentó junto a ella. Estaba sosteniendo una enorme lupa en sus manos.
“He recordado que papa tiene esta lupa gigante para ver bien su colección de sellos”, dijo. “Extra de gran alcance, para la caza del caracol”. Marta sonrió a su madre y saltó de la cama rápidamente..
Se sentaron una junto a la otra y empezaron a mirar por todas las partes del acuario, en las esquinas entre las grandes piedras, en la grava y la espiga de agua.
“¡Ajá!” Mamá de repente gritó.
“¿Qué?” Marta cogió la lupa y miro donde su madre estaba señalando.
Allí, escondido en la curva del arco, perfectamente oculta en la piedra oscura, estaba sentado el pequeño caracol. Y sorprendentemente junto a él habia otro caracol de agua, incluso más pequeño que él.
“¿Pero de dónde ha salido?”
“Estoy empezando a sospechar que la hierba del acuario es buenisima ¿no crees?”
Los dos se rieron y se metieron en la cama de Marta juntas, abrazadas bajo el edredón. Era acogedor, pero un poco apretado.
“Muévete un poco,” dijo mamá, dándole un empujón a Marta con su trasero.
“No puedo, estoy tocando la pared.”
“¡Por Dios como has crecido entonces. ¿Cuándo ha ocurrido esto? Tenemos que apuntar en la pared tu altura y consultar cada poco tiempo, pues estas creciendo como un gigante.”
Marta puso su cabeza en el pecho de su madre, sonrió y feliz se dispuso a dormir.

El gigante egoísta

Todas las tardes, al salir de la escuela, los niños jugaban en el jardín de un gran castillo deshabitado. Se revolcaban por la hierba, se escondían tras los arbustos repletos de flores y trepaban a los árboles que cobijaban a muchos pájaros cantores. Allí eran muy felices.
Una tarde, estaban jugando al escondite cuando oyeron una voz muy fuerte.
-¿Qué hacéis en mi jardín?
El gigante egoísta

Temblando de miedo, los niños espiaban desde sus escondites, desde donde vieron a un gigante muy enfadado. Había decidido volver a casa después de vivir con su amigo el ogro durante siete años.
-He vuelto a mi castillo para tener un poco de paz y de tranquilidad -dijo con voz de trueno-. No quiero oír a niños revoltosos. ¡Fuera de mi jardín! ¡Y que no se os ocurra volver!
Los niños huyeron lo más rápido que pudieron.
-Este jardín es mío y de nadie más -mascullaba el gigante-. Me aseguraré de que nadie más lo use.
Muy pronto lo tuvo rodeado de un muro muy alto lleno de pinchos.
En la gran puerta de hierro que daba entrada al jardín el gigante colgó un cartel que decía “PROPIEDAD PRIVADA. Prohibido el paso”. . Todos los días los niños asomaban su rostro por entre las rejas de la verja para contemplar el jardín que tanto echaban de menos.
Luego, tristes, se alejaban para ir a jugar a un camino polvoriento. Cuando llegó el invierno, la nieve cubrió el suelo con una espesa capa blanca y la escarcha pintó de plata los árboles. El viento del norte silbaba alrededor del castillo del gigante y el granizo golpeaba los cristales.
-¡Cómo deseo que llegue la primavera! -suspiró acurrucado junto al fuego.

El gigante egoísta
Por fin, la primavera llegó. La nieve y la escarcha desaparecieron y las flores tiñeron de colores la tierra. Los árboles se llenaron de brotes y los pájaros esparcieron sus canciones por los campos, excepto en el jardín del gigante. Allí la nieve y la escarcha seguían helando las ramas desnudas de los árboles.
-La primavera no ha querido venir a mi jardín -se lamentaba una y otra vez el gigante- Mi jardín es un desierto, triste y frío.
Una mañana, el gigante se quedó en cama, triste y abatido. Con sorpresa oyó el canto de un mirlo. Corrió a la ventana y se llenó de alegría. La nieve y la escarcha se habían ido, y todos los árboles aparecían llenos de flores.
En cada árbol se hallaba subido un niño. Habían entrado al jardín por un agujero del muro y la primavera los había seguido. Un solo niño no había conseguido subir a ningún árbol y lloraba amargamente porque era demasiado pequeño y no llegaba ni siquiera a la rama más baja del árbol más pequeño.
El gigante sintió compasión por el niño.
-¡Qué egoísta he sido! Ahora comprendo por qué la primavera no quería venir a mi jardín. Derribaré el muro y lo convertiré en un parque para disfrute de los niños. Pero antes debo ayudar a ese pequeño a subir al árbol.
El gigante bajó las escaleras y entró en su jardín, pero cuando los niños lo vieron se asustaron tanto que volvieron a escaparse. Sólo quedó el pequeño, que tenía los ojos llenos de lágrimas y no pudo ver acercarse al gigante. Mientras el invierno volvía al jardín, el gigante tomó al niño en brazos.
-No llores -murmuró con dulzura, colocando al pequeño en el árbol más próximo.
De inmediato el árbol se llenó de flores, el niño rodeó con sus brazos el cuello del gigante y lo besó.
El gigante egoísta

Cuando los demás niños comprobaron que el gigante se había vuelto bueno y amable, regresaron corriendo al jardín por el agujero del muro y la primavera entró con ellos. El gigante reía feliz y tomaba parte en sus juegos, que sólo interrumpía para ir derribando el muro con un mazo. Al atardecer, se dio cuenta de que hacía rato que no veía al pequeño.
-¿Dónde está vuestro amiguito? -preguntó ansioso.
Pero los niños no lo sabían. Todos los días, al salir de la escuela, los niños iban a jugar al hermoso jardín del gigante. Y todos los días el gigante les hacía la misma pregunta: -¿Ha venido hoy el pequeño? También todos los días, recibía la misma respuesta:
-No sabemos dónde encontrarlo. La única vez que lo vimos fue el día en que derribaste el muro.
El gigante se sentía muy triste, porque quería mucho al pequeño. Sólo lo alegraba el ver jugar a los demás niños.
Los años pasaron y el gigante se hizo viejo. Llegó un momento en que ya no pudo jugar con los niños.
Una mañana de invierno estaba asomado a la ventana de su dormitorio, cuando de pronto vio un árbol precioso en un rincón del jardín. Las ramas doradas estaban cubiertas de delicadas flores blancas y de frutos plateados, y debajo del árbol se hallaba el pequeño.
El gigante egoísta-¡Por fin ha vuelto! -exclamó el gigante, lleno de alegría.

Olvidándose de que tenía las piernas muy débiles, corrió escaleras abajo y atravesó el jardín. Pero al llegar junto al pequeño enrojeció de cólera.
-¿Quién te ha hecho daño? ¡Tienes señales de clavos en las manos y en los pies! Por muy viejo y débil que esté, mataré a las personas que te hayan hecho esto.
Entonces el niño sonrió dulcemente y le dijo:
-Calma. No te enfades y ven conmigo.
-¿Quién eres? -susurró el gigante, cayendo de rodillas.
-Hace mucho tiempo me dejaste Jugar en tu jardín -respondió el niño-. Ahora quiero que vengas a jugar al mío, que se llama Paraíso.
Esa tarde, cuando los niños entraron en el jardín para jugar con la nieve, encontraron al gigante muerto, pacificamente recostado en un árbol, todo cubierto de llores blancas.

Las aventuras de Walter y los Conejos

Las aventuras de Walter y los Conejos

La familia de Walter se acababa de mudar al país y todo era nuevo para él. Había vivido toda su vida en la abarrotada ciudad, donde apenas había visto la verde hierba o las flores, y, ahora, toda la naturaleza parecía un bonito dibujo. Cerca de su casa había un gran bosque con árboles muy altos. A Walter le encantaba sentarse bajo la sombra de ellos para leer.
Walter leyendo bajo los arboles.

Le gustaban sobre todo los cuentos de hadas, historias como la de Juan y las judías mágicas o Aladín y la lámpara maravillosa. Parecía como si oyera a las hadas cuando el viento agitaba las hojas sobre su cabeza. Un día, Walter acababa de cerrar su libro y pensaba en volver a casa cuando vio justo a sus pies a un gran conejo gris saltando sobre un tronco y corriendo hacia un gran árbol no muy lejano. Walter pegó un salto y corrió tras el conejo, pero era demasiado rápido para él, entonces se arrastró por un agujero del pie del árbol.

Un gran conejo entra en su madriguera

—Me pregunto cuántos conejos vivirán aquí —pensó Walter—. Creo que iré a comprobarlo. Así que sin parar de investigar, aunque el señor o la señora Rabbit no quisiera visita, se arrastró por el agujero con la cabeza por delante. Al principio, estaba tan oscuro que no podía ver nada, pero inmediatamente vio un gran canal con una luz brillando al final. Entonces, supo que debía llevarle a la casa del conejo. El canal era ahora más estrecho y Walter tenía muchos problemas.
Walter asoma su cabeza por el agujero.

—Tengo miedo, se me romperá la ropa —dijo— y ¿qué dirá mi madre? Sin embargo, era imposible volver atrás, así que continuó. De repente, Walter se encontró con una amplia habitación perfectamente iluminada por la luz del sol que entra por un pequeño agujero.
Era una habitación hermosa, muy diferente a todo lo que Walter había visto antes. Las paredes estaban hechas de corteza de abedul y musgo, los muebles de piedras grandes y pequeñas y las sillas eran setas. El suelo estaba cubierto de hojas secas en lugar de moqueta. No había fotos en las paredes, solo preciosas flores y las ventanas estaban llenas de panales de abejas en lugar de cristales. ¿Y qué crees?

Estás seguro de que no te seguirá , dijo la Señora Coneja
Allí estaba sentado el conejo gris con su esposa y tres pequeños a su alrededor. Era una estampa muy bonita. Ellos no pudieron ver a Walter, ya que se escondió tras las cortinas de parra, pero él sí podía verles y hasta entender todo lo que decían. Mientras Walter les espiaba, papá conejo estaba diciendo: —Me he asustado mucho hace un momento —dijo—. Viniendo para casa, casi tropiezo con un chico en el pie del árbol. Cuando me vio, pegó un salto y corrió tras de mí, pero me metí primero en el árbol y le dejé atrás. Me pregunto por qué la gente siempre corre detrás de nosotros, pobres conejos, y trata de herirnos. —¿Estás seguro de que no te seguirá? —dijo la señora Rabbit, mientras Buzzy, Fuzzy y Streaky, los tres hijos, se agarraban asustados a los lazos de su delantal. —Seguro, —dijo el señor Rabbit—. ¿Cómo podría cruzar nuestro estrecho pasillo un chico tan grande? Se habrá atascado en medio.

—Además, incluso si lo hubiese conseguido, no podría hacernos daño. Estamos en casa y somos más fuertes que él. Los conejos pequeños parecían menos asustados y volvieron con sus juguetes que eran unas bellotas y castañas. —¿Has tenido un buen día? —preguntó mama coneja. —Oh sí, bastante bueno —respondió su marido—. Primero me persiguió un perro dándome un pequeño susto, luego, un hombre con una pistola me disparó, pero solo me reí de él y salí corriendo. —¿Y nos has traído algo? —preguntó Buzzy. —Por supuesto, —respondió papá conejo— dos nueces para cada uno —dijo sacando las nueces de su bolsillo. —¡Hurra!¡Hurra! —gritaron los pequeños, siendo ahorrativos y llevando las nueces a un lugar seguro en la parte trasera de la habitación
¿ nos has traido algo?, dijo Buzzi

—Y he encontrado algo más, —dijo papá conejo— una de esas piedras amarillas que os gustan tanto. He oído a alguien decir que los hombres trabajan muy duro para conseguirlas, así que deben ser valiosas. Mamá coneja cogió la brillante piedra y dijo: —¡Brilla como el sol! Lo pondré en el armario con las otras. —Es oro de verdad —pensó Walter asombrado—. Me pregunto dónde lo habrá encontrado El señor Rabbit abrió un pequeño armario metido en la pared y guardó la pepita. Walter pudo ver un gran montón de piedras amarillas en el armario. —¡Vaya! —pensó— ¡cuánta riqueza! Debe haber suficiente para comprar toda una fila de bonitas casas y un sinfín de diamantes. Ojalá fuera mía, sería el chico más rico del pueblo. Walter aprendió pronto que la riqueza no es lo más importante en la vida. De hecho, a menudo es más una maldición que una bendición. —Oh, cuánto deseo poder salir fuera contigo, papá —dijo Streaky. —Aún no, hijo mío —respondió el viejo conejo—. Sería demasiado peligroso, espera a que seas más mayor.

¿Me favorece?
—Cuéntanos algo sobre el gran mundo —dijo Buzzy. —Es un lugar horrible —contestó el padre—. Hay muchas criaturas llamadas hombres que caminan a dos patas, son fuertes y causan toda clase de daños. —¿Los hombres son buenos y amables entre ellos? —preguntó Buzzy —La verdad es que no, pelean entre ellos y se matan unos a otros por tonterías. Lo llaman guerra y piensan que es de valientes. —Yo lo llamo crueldad —dijo Fuzzy. —Bueno, son hombres —dijo mamá coneja—. Saben más cosas pero ojalá nos dejasen a los pobres conejos en paz. Walter comenzó a sentirse verdaderamente avergonzado de ser una persona y le hizo pensar que nunca debería ser cruel con ningún ser vivo —Por cierto, madre —dijo papá conejo— he comprado algo para ti. —¿Qué es? —preguntó sorprendida mamá coneja. —Un sombrero nuevo —dijo papá conejo sacando una gran hoja teñida de su bolsillo. —Es la última moda, el señor Jack Rabbit, que vive por el sendero, tiene uno igual. —¡Qué bonito! —exclamó mamá mientras se lo probaba— ¿Me favorece? —Es precioso —dijeron los hijos. Mamá coneja se veía feliz, como si fuera una mujer de verdad en lugar de una coneja.
Ahora vamos a comer

Ahora vamos a comer —dijo papá—. Tengo hambre. Buzzy, Fuzzy y Streaky corrieron a sus pequeñas sillas de setas. La familia se sentó alrededor de una mesa de piedra en el centro de la habitación. A Walter le parecía una agradable comida. Había nueces de todas las clases, lechugas frescas y zanahorias, y, de postre, ricas manzanas. A Walter le hubiera gustado unirse y ayudarles a comer, ya que estaba hambriento. Pero, por supuesto, no podía hacerlo sin estar invitado.
Primero, bendijeron la mesa, todos deben agradecer a Dios por su bendición y bondad. Era una familia muy educada. Mamá coneja nunca tenía que decir “¡Fuzzy, compórtate!” o “¡Buzzy, no comas tan rápido!” o “¡Streaky, no te ensucies el babero! como la madre de Walter siempre le decía. Los pequeños conejos se comportaban perfectamente. Cuando la cena estaba lista, dijeron: —Venga papá, déjanos jugar.
Así que mientras la madre ordenaba las tazas de té, el padre jugaba con ellos. Primero, jugaron un juego, llamado algo así como “Aro­alrededor­de­Rosie”. Papá tenía que meterse dentro del aro y los hijos bailaban a su alrededor cantando: “Un aro alrededor de un gran árbol, Quizás sea una higuera, Todos los conejos se comen un higo, Eso les hará grandes y fuertes.” Cantaban muy bien, con una voz clara y bonita. Entonces, papá conejo se inclinó para saltar y los pequeños saltaban sobre su lomo sin caerse.

Papá conejo jugó con ellos.
Luego, jugaron al escondite y se rieron mucho cuando encontraron a su padre escondido debajo de las raíces de un árbol en la esquina. —Son como la gente de verdad —pensó Walter, que estaba viendo el divertido momento desde su escondite—. No sabía que los conejos tenían tanto sentido común. —Ahora que cada uno recite una poesía —dijo mamá coneja que había acabado su trabajo y estaba lista para divertirse.
—Venga, Buzzy, recita primero —dijo papá conejo. —Sí —dijo Buzzy—. Me sé un bonito poema que he aprendido hoy del pequeño Sammy Squirrel, en el roble del sendero. —Me pregunto cómo estará el señor Squirrel —dijo mamá coneja—. Ya sabes que se le quedó atrapado el pie en una trampa que le habían puesto unos chicos horribles. —Está bien —respondió Buzzy—. Ya puede volver a escalar árboles. —Uno no puede ser demasiado cuidadoso —dijo mamá coneja. —Bien, continuemos con tu poema —dijo papá conejo. Buzzy se levantó de la mesa y comenzó con voz fuerte y clara, tal y como Walter solía hablar en el colegio. “Esperarías poco de alguien de mi edad Para mostrar en público en una jaula. Siempre haré lo que debo, Y espero que nunca me capturen.” —¡Bravo! —gritaron los demás—. Ha sido precioso. —Sí —dijo Buzzy—. Es un poema muy bonito, ideal para los conejos pequeños. —Streaky, es tu turno —dijo su madre.
Streaky hizo una bonita reverencia y comenzó con voz chillona: “La ardilla se quedó en el castaño, Aunque todos menos él habían huido; Miró a su alrededor y vio con regocijo Las nueces sobre su cabeza, Su padre llamó, su padré llamó—” En ese momento, Streaky se vino abajo y empezó a llorar, mientras los otros solo se reían de él y le llamaban llorón, por lo que se tapó la cara en el regazo de su madre. Ella le acarició y le dio una manzana Luego, Fuzzy comenzó su pequeña poesía.
“Hey tilín-tilín,
La liebre y el fideuín,
La ardilla y la tinaja de agua,
El pobre conejo lloró
Cuando la lechuga se quemó,
Y el conejito con la nuez se alejó.”
Cuando terminó, le aplaudieron mucho.
—Me recuerda a los poemas que solía recitar —pensó Walter— solo que ellos son algo  diferentes. Me pregunto dónde habrán aprendido.
—Quizás los conejos tengan un colegio donde aprenden. Yo sé que los peces van a la escuela. El otro día leí algo sobre una escuela de caballas. ¿Quién iba a imaginar que los conejos tenían tanto sentido común? Entonces, quiso unirse a ellos y recitar Old Ironside o contarles la historia de Juan y las judías mágicas, pues pensó que para ellos serían nuevos, pero como nadie le preguntó, no quiso entrometerse. En ese momento, comenzó a oscurecer.
Era una luz agradable y suave.

—Creo que saldré a buscar luz —dijo papá conejo. Luego saltó por la ventana. Walter se preguntó qué tipo de luces usaba la pequeña familia, cuando, de repente, el conejo volvió por la misma ventana. Traía varias luciérnagas en cada pata y las colgó en unos ganchos por la pared. Era una luz agradable y suave suficiente para poder leer. —Es hora de ir a la cama —dijo mamá coneja. Ahora, si fueran niños normales, sin duda habrían dicho “Déjanos un poco más”, pero como eran conejos educados, saltaron y les dieron el beso de buenas noches a sus padres. Entonces, pasó algo horrible. La habitación de Streaky estaba en el recibidor por donde se había escondido Walter, cuando entró vio a Walter y gritó asustado. —¿Qué ocurre? —dijo papá conejo. —¡Es un chico! —gritó Streaky. —¿Un chico? —gritaron los demás mientras corrían a esconderse tras su madre.
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Walter entró en la habitación y trató de explicarse. —No tengáis miedo —dijo papá conejo a los pequeños. —No puede hacernos daño, está en nuestro territorio, fuera, en el mundo de los hombres, es más fuerte, pero aquí, en nuestra casa, nosotros mandamos y los hombres deben obedecer. Para sorpresa de Walter, los conejos eran muy Papá y mamá conejos tenían la más o menos la misma estatura que sus padres tenían en casa. —Siéntate —dijo el señor Rabbit en tono serio. Walter se sentó en una de las setas. —Ahora explícanos cómo has llegado hasta aquí —dijo el señor Rabbit. —Por favor, señor —dijo Walter muy asustado—. He venido por el agujero de debajo del árbol. —Para ser justos, —dijo el señor Rabbit— deberíamos matarte y comerte que es lo que nos harías si nos pillaras en tu casa.
¡Es un chico!

Pero no somos salvajes como los hombres y no nos comemos a otras criaturas.
—Por favor, señor, déjeme volver a casa —dijo Walter. —¿Prometes no volver a perseguir nunca a un conejo, ni comernos en un pastel, guisados o de cualquier otra forma? —Lo prometo —dijo Walter. Eso significaba preservar su mundo. —Muy bien, puedes volver a casa, supongo que tu madre estará preocupada. —Gracias —dijo Walter mientras se iba. —¡Para! —le ordenó el conejo en un tono que a Walter le dio miedo. Walter se quedó quieto mientras el conejo fue al armario y lo abrió. —Aquí hay muchas cosas que los hombres llaman oro —dijo—. Para nosotros no tienen ninguna utilidad, no podemos comérnoslas ni bebérnoslas y son muy pesadas para jugar con ellas. A los hombres parece que les gusta más que cualquier otra cosa. Llévatelas a casa, nosotros no las usamos. —¡Gracias! —dijo Walter mientras se llenaba los bolsillos de pepitas de oro.
Cosas que los hombres llaman oro.
.
Se despidió y les dio la mano a los señores Rabbit y a los tres pequeños conejos. Después, comenzó a arrastrarse por el estrecho canal. Walter no avanzó mucho cuando volvió a atascarse. El oro de sus bolsillos le hacía tan ancho que no podía pasar de ninguna manera. Deseó no haber cogido el oro y pensó en eso de que a menudo el oro trae problemas en lugar de alegrías. —¡Ayuda! ¡Ayuda! —gritó mientras luchaba por salir. De repente, estaba de nuevo sentado en el suelo bajo el gran árbol. Se había quedado dormido y había soñado lo de los conejos. —Fue tan real —pensó. Al mirar hacia arriba, vio un gran conejo gris de verdad atravesando deprisa un tronco y desapareció en el agujero. El conejo se giró y miró a Walter, parecía que le había guiñado como para decirle “Nos hemos visto antes. Recuerda mantener tu promesa”. —Por supuesto, lo haré —murmuró—. Nunca volveré a ser cruel con los animales.
De repente, estaba de nuevo sentado en el suelo.