domingo, 19 de julio de 2015

Sueño infinito de Pao Yu

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Pao Yu soñó que estaba en un jardín idéntico al de su casa. ¿Será posible, dijo, que haya un jardín idéntico al mío? Se le acercaron unas doncellas. Pao Yu se dijo atónito: ¿Alguien tendrá doncellas iguales a Hsi-Yen, Pin-Erh y a todas las de casa? Una de las doncellas exclamó:


-Ahí está Pao Yu. ¿Cómo habrá llegado hasta aquí?


Pao Yu pensó que lo habían reconocido. Se adelantó y les dijo:


-Estaba caminando; por casualidad llegué hasta aquí. Caminemos un poco.


Las doncellas se rieron.


-¡Qué desatino! Te confundimos con Pao Yu, nuestro amo, pero no eres tan gallardo como él.


Eran doncellas de otro Pao Yu.


-Queridas hermanas -les dijo- yo soy Pao Yu. ¿Quién es vuestro amo?

-Es Pao Yu -contestaron-. Sus padres le dieron ese nombre, que está compuesto de los dos caracteres Pao (precioso) y Yu (jade), para que su vida fuera larga y feliz. ¿Quién eres tú para usurpar ese nombre?

Se fueron, riéndose.

Pao Yu quedó abatido. "Nunca me han tratado tan mal. ¿Por qué me aborrecerán estas doncellas? ¿Habrá, de veras, otro Pao Yu? Tengo que averiguarlo".

Trabajado por esos pensamientos, llegó a un patio que le pareció extrañamente familiar. Subió la escalera y entró en su cuarto. Vio a un joven acostado; al lado de la cama reían y hacían labores unas muchachas. El joven suspiraba. Una de las doncellas le dijo:

-¿Qué sueñas, Pao Yu, estás afligido?

-Tuve un sueño muy raro. Soñé que estaba en un jardín y que ustedes no me reconocieron y me dejaron solo. Las seguí hasta la casa y me encontré con otro Pao Yu durmiendo en mi cama.

Al oír este diálogo Pao Yu no pudo contenerse y exclamó:

-Vine en busca de un Pao Yu; eres tú.

El joven se levantó y lo abrazó, gritando:

-No era un sueño, tú eres Pao Yu.

Una voz llamó desde el jardín:

-¡Pao Yu!

Los dos Pao Yu temblaron. El soñado se fue; el otro le decía:

-¡Vuelve pronto, Pao Yu!.

Pao Yu se despertó. Su doncella Hsi-Yen le preguntó:

-¿Qué sueñas Pao Yu, estás afligido?

-Tuve un sueño muy raro. Soñé que estaba en un jardín y que ustedes no me reconocieron...

FIN

El espejo de viento y luna

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En un año las dolencias de Kia Yui se agravaron. La imagen de la inaccesible señora Fénix gastaba sus días; las pesadillas y el insomnio, sus noches.

Una tarde un mendigo taoísta pedía limosna en la calle, proclamando que podía curar las enfermedades del alma. Kia Yui lo hizo llamar. El mendigo le dijo:

-Con medicinas no se cura su mal. Tengo un tesoro que lo sanará si sigue mis órdenes.

De su manga sacó un espejo bruñido de ambos lados; el espejo tenía la inscripción: Precioso Espejo de Viento y Luna. Agregó:

-Este espejo viene del Palacio del Hada del Terrible Despertar y tiene la virtud de curar los males causados por los pensamientos impuros. Pero guárdese de mirar el anverso. Sólo mire el reverso. Mañana volveré a buscar el espejo y a felicitarlo por su mejoría.

Se fue sin aceptar las monedas que le ofrecieron.

Kia Yui tomó el espejo y miró según le había indicado el mendigo. Lo arrojó con espanto: El espejo reflejaba una calavera. Maldijo al mendigo; irritado, quiso ver el anverso. Empuñó el espejo y miró: Desde su fondo, la señora Fénix, espléndidamente vestida, le hacía señas. Kia Yui se sintió arrebatado por el espejo y atravesó el metal y cumplió el acto de amor. Después, Fénix lo acompañó hasta la salida. Cuando Kia Yui se despertó, el espejo estaba al revés y le mostraba, de nuevo, la calavera. Agotado por la delicia del lado falaz del espejo, Kia Yui no resistió, sin embargo, a la tentación de mirarlo una vez más. De nuevo Fénix le hizo señas, de nuevo penetró en el espejo y satisficieron su amor. Esto ocurrió unas cuantas veces. La última, dos hombres lo apresaron al salir y lo encadenaron.

-Los seguiré -murmuró- pero déjenme llevar el espejo.

Fueron sus últimas palabras. Lo hallaron muerto, sobre la sábana manchada.

FIN

Literatura

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El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una hoja de papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en su vida más que a empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas; oía gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblaba en esos instantes de albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y empavorecedores.
La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se le antojó el abordaje; la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y al describir las olas en que se mecían cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural.
FIN

A enredar los cuentos

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Érase una vez una niña que se llamaba Caperucita Amarilla.

-¡No, Roja!

-¡Ah!, sí, Caperucita Roja. Su mamá la llamó y le dijo: “Escucha, Caperucita Verde…”

-¡Que no, Roja!

-¡Ah!, sí, Roja. “Ve a casa de tía Diomira a llevarle esta piel de papa”.

-No: “Ve a casa de la abuelita a llevarle este pastel”.

-Bien. La niña se fue al bosque y se encontró una jirafa.

-¡Qué lío! Se encontró al lobo, no una jirafa.

-Y el lobo le preguntó: “¿Cuántas son seis por ocho?”

-¡Qué va! El lobo le preguntó: “¿Adónde vas?”

-Tienes razón. Y Caperucita Negra respondió…

-¡Era Caperucita Roja, Roja, Roja!

-Sí. Y respondió: “Voy al mercado a comprar salsa de tomate”.

-¡Qué va!: “Voy a casa de la abuelita, que está enferma, pero no recuerdo el camino”.

-Exacto. Y el caballo dijo…

-¿Qué caballo? Era un lobo

-Seguro. Y dijo: “Toma el tranvía número setenta y cinco, baja en la plaza de la Catedral, tuerce a la derecha, y encontrarás tres peldaños y una moneda en el suelo; deja los tres peldaños, recoge la moneda y cómprate un chicle”.

-Tú no sabes contar cuentos en absoluto, abuelo. Los enredas todos. Pero no importa, ¿me compras un chicle?

-Bueno, toma la moneda.

Y el abuelo siguió leyendo el periódico.

FIN

Un teólogo en la muerte

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Los ángeles me comunicaron que cuando falleció Melanchton le fue suministrada en el otro mundo una casa ilusoriamente igual a la que había tenido en la tierra. (A casi todos los recién venidos a la eternidad les ocurre lo mismo y por eso creen que no han muerto.) Los objetos domésticos eran iguales: la mesa, el escritorio con sus cajones, la biblioteca. En cuanto Melanchton se despertó en ese domicilio, reanudó sus tareas literarias como si no fuera un cadáver y escribió durante unos días sobre la justificación por la fe. Como era su costumbre, no dijo una palabra sobre la caridad. Los ángeles notaron esa omisión y mandaron personas a interrogarlo. Melanchton les dijo:

-He demostrado irrefutablemente que el alma puede prescindir de la caridad y que para ingresar en el cielo basta la fe.

Esas cosas las decía con soberbia y no sabía que ya estaba muerto y que su lugar no era el cielo. Cuando los ángeles oyeron este discurso, lo abandonaron. A las pocas semanas, los muebles empezaron a afantasmarse hasta ser invisibles, salvo el sillón, la mesa, las hojas de papel y el tintero. Además, las paredes del aposento se mancharon de cal, y el piso, de un barniz amarillo. Su misma ropa ya era mucho más ordinaria. Seguía, sin embargo, escribiendo, pero como persistía en la negación de la caridad, lo trasladaron a un taller subterráneo, donde había otros teólogos como él. Ahí estuvo unos días y empezó a dudar de su tesis y le permitieron volver. Su ropa era de cuero sin curtir, pero trató de imaginarse que lo anterior había sido una mera alucinación y prosiguió elevando la fe y denigrando la caridad. Un atardecer, sintió frío. Entonces recorrió la casa y comprobó que los demás aposentos ya no correspondían a los de su habitación en la tierra. Alguno contenía instrumentos desconocidos; otro se había achicado tanto que era imposible entrar; otro no había cambiado, pero sus ventanas y puertas daban a grandes médanos. La pieza del fondo estaba llena de personas que lo adoraban y que le repetían que ningún teólogo era tan sapiente como él. Esa adoración le agradó, pero como alguna de esas personas no tenía cara y otras parecían muertas, acabó por aborrecerlas y desconfiar. Entonces determinó escribir un elogio de la caridad, pero las páginas escritas hoy aparecían mañana borradas. Eso le aconteció porque las componía sin convicción.

Recibía muchas visitas de gente recién muerta, pero sentía vergüenza de mostrarse en un alojamiento tan sórdido. Para hacerles creer que estaba en el cielo, se arregló con un brujo de los de la pieza del fondo, y éste los engañaba con simulacros de esplendor y de serenidad. Apenas las visitas se retiraban reaparecían la pobreza y la cal, y a veces un poco antes.

Las últimas noticias de Melanchton dicen que el brujo y uno de los hombres sin cara lo llevaron hacia los médanos y que ahora es como un sirviente de los demonios.

FIN